Leo en estos días, dispersamente, la Sonata de otoño de Valle-Inclán. Tengo entendido que fue la primera de las Sonatas, o al menos la editada en primer lugar. Aunque no puedo ocultar que mi preferencia entre éstas se inclina hacia la de Primavera, reconozco que en la de Otoño igualmente destaca el magisterio de don Ramón. Se encuentra toda ella impregnada de la saudade galaica, de parnasiano decadentismo, de fervor esteticista. En ella palpita la Galicia mítica de Valle, barbara y costumbrista, elemental y poética. En la Sonata se da cita toda la prosapia gallega del universo valleinclanesco, cargada de heráldica y abolengo. Sabemos de Bradomín y sus genealogías; de don Juan Manuel de Montenegro, cuyas correrías darán sazón a las comedias bárbaras; del capitán Alonso de Bendaña; de la tres hermanas que habitaron el palacio de Brandeso. Valle-Inclán penetra en esa realidad cadenciosa, preñada de rumores y recuerdos. Uno fácilmente contempla el palacio de Brandeso, una fina llovizna, un boscaje faldeando el monte; en la ventana esa mujer enferma, que presiente la muerte y se aferra a la ilusión de un viejo amor. Como nadie Valle cultivará ese morbo, esa febril sensualidad que exhala toda la Sonata. Su pincelada será suelta, algo velada; los personaje no obstante son sicológicamente verosímiles, imbuidos de la fuerza sugestiva de la atmósfera. Los vuelve cotidianos la sutileza del diálogo, ese diálogo siempre vivo y enriquecedor. El Valle-Inclán dramaturgo deja constancia de sus astucias, llevando con su contraste el pulso de la acción. Su prosa. al contrario, es melancólica, descriptiva, envolvente. Se nota como en cada frase Valle ha eliminado lo superfluo,
hasta depurar la entraña melodiosa de una gran pieza musical. Los amores de Concha y Bradomín tienen algo de trasgresor, de baudeleriano, de irredento. Nunca el Tánato estuvo tan vinculado al Eros.
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