Leí La Perla, de Steinbeck, hace un par de veranos, a la orilla del mar, escuchando el compás rumoroso de las olas. Enclave que favorecía la concentración en ese pueblito marinero de la costa californiana, lindante seguramente con México, donde se desarrolla el argumento del libro. Era la geografía de Steinbeck, donde ideó ese universo parejo al que Faulkner concibió en el profundo sur.
La Perla habría sido una novela redonda, si Steinbeck hubiera prolongado el carácter mítico de su relato hasta el final. Mientras la novela se desenvuelve en el ámbito de lo simbólico, advertimos en ella una riqueza de lecturas inusitada; su género es el de la alegoría y la parábola, recurso mediante el cual se nos revela esa verdad solapada bajo las conveniencias del mundo. En ese primer tramo Steinbeck demuestra una lucidez profética, mondando esas diversas capas con que se recubre el hermetismo de la realidad. La perla es una elegía a la esclavitud callada del menesteroso, del hombre marginal que sucumbe bajo un entramado social que lo oprime, del individuo que lucha por alcanzar esa libertad que desde su miseria anhela, pero cuya obtención se torna imposible mientras se la persigue a través de un trayecto plagado de trampas. El cuerpo social, como un organismo vivo implacable, actúa sin miramientos ante esa célula proscrita que aspira a ocupar un lugar diferente al que le ha tocado por origen y necesidad. La reflexión de Steinbeck es pesimista, recordándonos que la pirámide social cuenta con los mecanismos adecuados para abortar cualquier intento del oprimido por romper sus cadenas.
En mi opinión, el relato se malogra cuando su carácter simbólico se vuelve realista y en su desarrollo final se convierte en un melodramático "western".
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