En estos días me hallo enfrascado en textos referentes a la cultura egipcia antigua. Puntualizaré que tal inclinación se debe no tanto a predilecciones de gusto particulares como a un precalentamiento preliminar a la redacción de un texto relacionado con la vieja civilización del Nilo. No revelaré de qué se trata porque es seguro que el asunto se malograría. Admito que mis simpatías en cuanto al mundo antiguo florecieron en primer término por el conocimiento de la historia y la cultura griegas. Una vez me decidí, en contra de toda razón, en volver mi mirada hacia aquellos hombres milenarios que parecen no pinchar ni cortar nada en nuestros días-y que sin embargo lo hacen-, no pude pasar página de esa civilización que delimitó cuanto somos hoy día. Desde entonces no paro de leer textos relacionados con el mundo griego; un mundo que me penetró de lleno durante mi segundo viaje a aquellas latitudes, mientras paseaba por la antigua ágora rezumando emoción por cada uno de mis poros y el espíritu transido no sé si por influencia de Apolo o Dioniso. Pero como soy cristiano, lo dejaré en reconocida admiración por aquellos vestigios milenarios. Nada, en suma, que no pudiera ser superado a la sombra de una de las acogedoras tabernas del área, saboreando un buen café junto a una colmada jarra de agua fresca. Aunque no dejaré de insistir en que el milagrosamente conservado templo de Hefesto es algo a tener en consideración, a la par que el malogrado Partenón y el Erecteo en la Acrópolis. Sumergirse en el mundo griego es comenzar una dilatada travesía como la de Odiseo, pero no sabemos si con regreso feliz a Itaca. Happy end que no se le recrimina a Homero, en una literatura donde prevalecieron los oscuros tintes de la tragedia. Porque en la épica se reconoció la polis, pero la tragedia es la que nos reveló la conciencia de sus individuos.
Pero volvemos a Egipto, y allí encontramos cierta serenidad. Porque el tiempo de esta civilización no es el breve de la vida sino el de la vastedad de la muerte, que ellos reconocen como la vida autentica junto a los dioses. Casi todos los monumentos que han pervivido se erigieron para conmemorar ese hecho: Piramides y mastabas, tumbas excavadas en la roca como las del valle de los reyes. Acercarse a Egipto es cambiar el gabinete de la historia por la tienda provisional de la arqueología. Variar la función de roedor de archivos por la aventurera de buscador de tesoros. ¿Qué más, aparte de codiciosos anticuarios, fueron sus grandes descubridores? De aquel botín vivieron Mariette y Belzoni; de sus hallazgos Maspero, Petrie, lord Carnarvon y Carter, sin olvidar al curioso T.E. Lawrence. Fueron vidas entregadas a una pasión: desentrañar de la mortaja del desierto el esplendor de una de las más fascinantes civilizaciones que florecieron en la tierra. Esta tierra, que nos desconcierta con tantas preguntas, de modo que nos afanamos febrilmente en rebuscar en ella esa respuesta que nos redimiría. ¿No buscaron acaso los egipcios por medio de su ciencia, sus ritos, sus conjuros y creencias develar el secreto de ese enigma? ¿ No busca acaso el arqueólogo esa misma respuesta trajinando entre momias y sarcófagos? Porque la intuición de ese más allá esta en la conciencia de los hombres, pero lo que nos aturde es no saber interpretar su significado. La religión de Isis y Osiris como la de Jesucristo nos habla de resurrección. Este último, concretamente, de esa morada preparada por el Padre, de un Padre que conoce cuál es nuestra verdad última. Los Egipcios se empeñaron en construir sólidas moradas de piedra que dieran cobijo a un alma que pudiera verse desolada. Debemos recordar que el hombre es más que la comida y que el vestido, y más que su mausoleo.
No obstante, al cabo de la noche me llega el imprevisto de una nueva revelación sobre Jesús: oigo, de boca de un divulgador de lo paranormal, que el cometa que guió a los Magos hasta el pesebre de Belén no fue meteoro ni planeta sino una fulgurante nave interplanetaria. Sin comentarios.
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