Hoy el día parece haber tenido un matiz particular. Nada en la mañana- ventosa por cierto-me hacía presagiar los asuntos por los que se decantaría la jornada. Aunque sea sábado, las exigencias más elementales condicionan nuestra agenda. Hay que hacer la compra y atender las tareas del hogar, antes de poder gozar de un primer tiempo libre. Llegado éste, me tentaba dedicar la ocasión a la lectura. Aunque son varios los libros que me absorben en este momento -preeminentemente un volumen sobre el Arte y la Arquitectura del Antiguo Egipto, a cuyo estudio encamino mis esfuerzos con el propósito de obtener algún fruto-, el asueto, sin embargo, que nos concede tal día extraordinario y cierta predisposición anímica al recogimiento me indujo a regresar a un texto familiar en el que solazarme. El libro era El Nacimiento de la Tragedia, de Nietzsche. Obra que, como se sabe, el filósofo redactó bajo la influencia de Richard Wagner y con la voluntad de fundamentar académica y críticamente la música del mismo. En su prólogo se nos dice que la obra fue mal acogida en el ámbito universitario, al que preferentemente estaba dirigida. Suscitó no poco inquina entre los helenistas, entre los que se encontraba uno de los máximos eruditos alemanes, Ullrich Willamowitz-Möllendorff, autor del que por cierto,desgraciadamente, parece no existir ninguna obra traducida al castellano. Consta que tras un elocuente silencio de la cúpula académica, correspondió a éste eminente filólogo reprobar una obra que disentía peligrosamente de la interpretación admitida del mundo clásico y que acusaba una falta no menos peligrosa de rigor científico. En verdad, es que el libro de Nietzsche venía a trastocarlo todo. Su propuesta del pensamiento trágico arremetía contra toda la tradición del pensamiento europeo, asentado sobre la base del racionalismo. Todos sus iconos, desde Sócrates a Kant merecían las objeciones del joven filósofo. De la dualidad de Apolo y Dionisos toma sus presupuestos la metafísica nietzscheana del Uno primordial y su concepción trágica del mundo.
Lo cierto es que cuanto más se relee una obra más deleites se encuentran en ella. Aunque el mismo filósofo admite de ésta su discutible concepción, en ella aún estamos a salvo de la dinamitera capacidad destructiva que evidenciará en el Crepúsculo de los Dioses, Más allá del bien y del mal y el Anticristo. Así pues, la lectura del Nacimiento de la tragedia en el Espíritu de la Música puede resultar hasta relajante, gozando quizá de esa misma capacidad narcótica que se puede encontrar en la música de Wagner. Llegado al quinto capítulo, y tentado por su vehemencia, ya me había decidido a escuchar un cedé del genio de Liepzig. Opté por una grabación de Bayreuth que hizo Karajan de Los Maestros Cantores de Nuremberg, la mejor que existe a mi juicio de este melodrama, y me dejé obnubilar por su hipotética música del futuro. Atrapado, pues, por tan aplastante magisterio, ya no me atreví en lo que restó de tarde a regresar a la inocencia de mis lecturas egipcias. La majestad de las Pirámides parecía temblar bajo las cumbres del Walhalla.
Sencillamente, ésta era una tarde deudora de aquellas afables reuniones de Tribschen, pues casual o predestinadamente la misma concluyó en una caseta de la feria del libro, adquiriendo nada más y nada menos que una primera edición en castellano de Mi Vida, de Richard Wagner, donde el músico expone prolijamente la realidad utópica de su destino, que querámoslo o no, cambio el devenir del arte de Euterpe.
Suscribirse a:
Enviar comentarios
(
Atom
)
0 comentarios:
Publicar un comentario