Se da hoy en España un debate sobre la integridad del estado. Nunca la nacionalidad española ha provocado tantas discrepancias. Se duda de su propia identidad, de su razón de ser como estado. Nada de esto es nuevo, pues sobre tal dilema reflexionó con ahínco nuestra más ilustre intelectualidad del pasado siglo. De ellos heredamos obras como la España invertebrada de Ortega, España como problema y A qué llamamos España de Laín Entralgo, así como el pensamiento histórico de Américo Castro y Sánchez-Albornoz, que debatió sobre sus raíces y fundamentos. Después de tan vasta indagación, diríase que habríamos dado el tema por agotado. Pero atendiendo a la más inmediata contemporaneidad cabría pensar que el asunto nunca se acaba , que cuanto se cuestiona es un problema sin solución.
Cuando pensábamos que el tema de las dos Españas era un asunto zanjado, he aquí la controversia se encrespa con mayor virulencia. Para convenir un armisticio es necesario que las dos partes cedan en algunas de sus exigencias. Sin embargo ambas partes parecen empecinarse en sus planteamientos. Nos encontramos de nuevo en esa España bipolar, la de República o Monarquía, la de Joselito o Belmonte, la del Madrid o Barça. El espectro de las dos Españas sigue latiente, y como reconocía el insigne poeta, una de las dos ha de helarte el corazón.
Si algo tienen las sociedades abiertas de las que hoy disfrutamos, es que caben en ellas todas las ideologías siempre que respeten el marco de juego. Es necesario convivir, y reconocer en unos y otros valores que puedan enriquecernos, porque ni todo en el pensamiento "conservador" es malo como tampoco lo es en el "progresista". Nuestro ámbito cultural hoy nos permite leer Las alturas de Macchu Picchu de Neruda al tiempo que escuchamos La Walkirya de Wagner, de lo cual me jacto. Ni todo es desechable en el pensamiento de José Antonio, cuya definición de España como unidad de destino en lo universal me parece una frase de lo más acertada, como tampoco lo son los sueños de fraternidad del movimiento libertario. Con igual gusto escucho el We Shall Overcome de Joan Baez que el apasionado himno de los tercios viejos, esos que fundamentaron las gloria patrias, por otro lado tan consideradas en Francia, el secular oponente de nuestra grandeza.
Nos quejamos del fundamentalismo yihadista, pero ¿no estaremos nosotros con nuestra intransigencia fomentando un análogo fanatismo?
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