El sabor de la morcilla y la República de Platón
El sabor de la morcilla todavía perdura, aunque hace ya rato que consumí el bocadillo de blanco y negro en la mesa del bar del Teatro, donde no cesaban de pasar chavalas en celo buscando el deleite de los pubs cercanos. Lo de las chavalas es otra historia, que a mis 61 años tomo ya con resignación. Pero el sabor de la morcilla es tan persistente como el regusto de un beso de mujer en los labios. Nuevamente he pasado la tarde del sábado hojeando libros; parece que voy en camino de, como dice Luis Alberto de Cuenca, convertirme en un bibliópata, que debe ser la bibliofilia convertida en vicio. Pero es que lo de Luis Alberto tiene miga: el tío almacena libros hasta en la cocina. Siempre se ha dicho que con las cosas de comer no se juega, pero es que como el propio Luis Alberto dice, los libros son como el alimento; el espíritu necesita de éstos como el estómago de la vianda. En mi caso la biblioteca va creciendo. Como ya no me quedaba espacio para colocar los libros, he tenido que adquirir otra estantería, que no ha tardado en poblarse, sin resolver apenas la cuestión de la inflación libresca. Es quizá ahora, que adquiero más libros que nunca, cuando menos leo. Tal vez el prurito adquisitivo se deba a la propia sequía intelectual. Culpable acaso del frenazo sea mi actual situación personal de aspirante a jubilado, pues aguardo la licencia laboral para consagrarme definitivamente al libro y su secuela, la escritura. Añoro dar comienzo a una nueva novela con la que asaltar el coto vedado de las editoriales madrileñas, y es que como en el toreo, o se triunfa en Madrid o te cortas la coleta. Mientras tanto estoy concluyendo la lectura de un viejo libro de editorial Labor sobre la tragedia griega, de Albin Lesky. No ceso en el estudio del mundo griego, pero qué duro convertirse en un helenista. A propósito de los trágicos, sobre los que no me atrevo a redactar una entrada de blog, Luis Alberto comenta en youtube una interpolación del libro sobre Esquilo de Gilbert Murray. Lo adquirí en la feria de ocasión de Madrid como una rareza, solo apta para helenófilos, pero a este Luis Alberto no se le escapa nada: lo tiene todo. Adquiero un manual sobre las batallas en el mundo antiguo. La vieja Historia se entendía como el resultado de éstas y la entronización del consiguiente tirano. Tenemos el ejemplo de Manetón, que se limitó a enumerar los reyes que se habían sucedido en el gobierno de las dos tierras. Estas viejas batallas tienen ya para mí una resonancia confortadora; debemos estarles agradecidos a aquellos que se sacrificaron para ofrecernos a nosotros un futuro. Bueno es conocer la historia antigua para evitar modernos errores. Intento, picando libros aquí y allá, meterle mano a la República de Platón, cuya lectura a fondo está pendiente, pero no sé si lo conseguiré, pues todavía se acentúa en mi paladar el regusto de morcilla, que ya empiezo a asociar con la punzante sensación que provocan las chavalas que discurren por ahí, luciendo sus esbeltas piernas y sus firmes senos y que no deben de saber nada de lo justo y lo injusto, como se nos anuncia en el prólogo que versa la más célebre obra platónica.
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