Guiado por la tertulia que tuvo lugar en el programa ¡Qué grande es el cine!, de José Luis Garcí, sobre el film de Hichckok, Rebecca, me decido aproximarme a la novela homónima de Daphne du Maurier. Lo malo al leer la novela es que se va reviviendo la versión visual del cineasta británico. Incluso las fisonomías de los personajes coinciden con las de Lawrence Olivier y Joan Fontaine. Por otro lado, leídos tres o cuatro capitulos, concluyo que la novela apenas desmerece la muy celebrada versión de Hichckok. Du Maurier posee la clase de la gran tradición literaria femenina inglesa, descubriendo un estilo marcadamente deudor de las hermanas Brontë. Obvias son las reminiscencias con Jane Eyre, tanto en la trama como en los personajes, envueltos a la par en ese aureolado misterio que sirve de señuelo y da posibilidades y convicción al relato. Quizá retome la novela en otro momento; pues nos acucian diversidad de cuestiones y lecturas aplazadas. La tentaciones literarias son tan numerosas como las del paraíso. En la nueva estantería ya se apilan los libros que voy leyendo, según un tema u otro me suscite la curiosidad. No puede faltar entre ellas el tema de Grecia, tal vez sea por la familiaridad que mantengo con su historia, poblada de personajes atrayentes: Pericles, Alcibíades, Demostenes, Temístocles, Leónidas, Jenofonte, Epaminondas, etc. Sus nombres me suenan tan familiares como los del indice de las amistades.
Quisiera leer más. Recuerdo la época en que estaba en plena forma, cuando los libros iban cayendo uno tras otro. La mayoría eran lecturas relacionadas con aquello que estaba escribiendo, a modo de documentación y prolegómeno.
Cuando oigo a seres como Bolaño, se me cae un poco el alma a los pies. ¡Qué imbuido de literatura estaba aquel hombre! Reconocía que era escritor o nada. Se entregó al oficio hasta sangrar por su heridas. Lo vivió con pasión, que acaso sea la única forma de que la literatura tenga un porqué. Mártires de las letras que nos avergüenzan, pues sus textos son jirones de palpitante materia orgánica; cada una de sus frases, experiencias de doliente esperanza. En las letras, como en el toro, hay que pisar en el terreno comprometido, aquel que nadie se atreve a franquear, aunque amenace la cornada que nos desentrañe con su asta letal y furibunda. Sí, escribiré porque solo el numen alienta ese magma cuya resonancia aturde nuestro interior. Valles y Bolaños ya quedan pocos. La vida los zarandeó, pero no renunciaron a sí mismos. Lo efímero de su condición lo suplió la permanencia de su obra.
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