Adelanto el fin de semana visitando una librería low cost, donde por algunas monedas puedes hacerte con unos cuantos libros sugerentes. Lo que primero llama mi atención es una novela sobre la Magdalena, de Frank G. Slaugther. Son quinientas oxidadas páginas de flash back a los tiempos bíblicos, donde, como es corriente en este autor, en la trama se entrecruza la experiencia médica. Son unos tentadores 50 céntimos, pero aún así no me decido a cargar con él. En un estante contiguo, ojeo los lomos de literatura hispánica tradicional. Entre los
montones advierto un título
menos conocido de uno de mis escritores fetiche: Gabriel Miró. Es una obra, publicada por Cátedra, con el título de El humo dormido y está editada y prologada por Vicente Ramos. ¡Alicantinismo puro! Me decido a adquirirlo por obligado compromiso de lealtad entre paisanos. Y es que a los escritores alicantinos nos gusta escribir bonito, para lo cual no ha habido ninguno como Miró; porque lo suyo no es prosa, sino poesía descriptiva. Cuando necesito beber de algún puro manantial, siempre acudo a las páginas de Las figuras de la pasión del Señor o a las luminosas estampas de Años y Leguas. Con el libro en las manos, me aproximo a los estantes de al lado, donde se apila la literatura sudaca. La mayoría de los títulos carecen de interés, por haberlos ya leído y no significar una ganga ninguno de ellos. Destacan dos novelas de Manuel Puig, escritor al que jamás he leído, por menores discrepancias respecto de su estilo y porque no me seducen los autores multicolores. Un anaquel más arriba, ¡ oh, Fortuna!, descubro un título de Borges al que jamás he hincado el diente: Evaristo Carriego. Es un edición de Emecé que no me satisface del todo, por no tratarse de la publicada por Alianza, donde se recopiló su obra completa. Aun así, me quedo con el ejemplar, reconociendo que Borges, aún en su obra más dispersa, siempre tiene algo que decirnos. Empieza el libro hablándonos del barrio bonaerense de Palermo, y de un niño que leía en una biblioteca luminosa, guarecido en una casa con jardín protegida por una verja que lo aislaba de la turbulencia de la calle. Borges siempre fue ese hombre doméstico deseoso de hazañas, no conformado con las leídas en La Iliada de Pope.
Decido llevarme un segundo libro. En el muro de enfrente se expone la literatura internacional, y a mano izquierda una sección de teatro y poesía. Hojeo un Doctor Faustus de Mann de la editorial Edhasa, por tres euros. Aunque conservo aún fresca su relectura, no me decido a llevármelo. Por lo demás, el resto de estantes no concita mi interés en demasía. En la sección de teatro hay algunas ofertas interesantes, pero uno no puede adquirirlo todo, con el agravante de que quizá sean obras que nunca se lean. En la compra de un libro influye en gran medida la corazonada. Esto acaso fue lo que me ocurrió al entresacar el volumen de entre el maremagno de títulos banales de poesía. Se trataba de una segunda edición del Memorial de isla Negra, de Neruda. Vacilé en un principio, pero decidí con este ejemplar dar por zanjada la compra del día.
Nada más llegar a casa leí alguno de sus poemas. Me agradó reconocer en ellos al Neruda hondo y apasionado de sus mejores libros. Entre los poemas, uno dedicado a Josie Bliss, ese romance que derramó la tinta más sangrienta, sensual y proscrita de la poesía del siglo XX. Al volver una de las páginas, no puedo evitar la sorpresa: encuentro unos pétalos mustios, prensados entre las hojas del poema titulado Poesía. Ignoro quién los colocaría allí, pero sería seguramente guiado por el numen de la poética. Cosas así, verdaderamente impactan, porque nos recuerdan que sobre las letras del texto hubo un sentimiento. Aunque siempre creí que era sobre las páginas de las rimas de Bécquer donde se depositaban tales ofrendas, consuela reconocer que la poesía quienquiera que la escriba estremece la médula del más impensado lector. Como mi fuerte no es la botánica, no sabría precisar en concreto a qué tipo de flor corresponden tales pétalos.
Hoy sábado, ya con una perspectiva distinta, parece que he pretendido resarcirme. Compro una biografía de Hemingway por Anthony Burgess. Todo un soplo de aire fresco para volver a poner los pies sobre la realidad. Con Hemingway la literatura comenzó a llamar al pan, pan y al vino, vino, aunque a día de hoy semejantes presupuestos se han desvirtuado, reconociéndose los tales en el mendrugo rancio y el mosto avinagrado.
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