PIANO

Una de las frustraciones de mi vida es la de no haber nacido dotado para la música. Mi oído siempre fue deficiente y ya durante la infancia - etapa en la que se ensoberbecen los niños cantores: esos efebos de facciones delicadas y flequillo y cuyas gargantas resuenan cristalinas-, fui desechado de formar parte de cualquier coro. Seguramente, desafinaba y se me hacía incomprensible el intríngulis de las tonalidades y escalas, la invariable ley de la eufonía vocal. Conforme fui creciendo aumentó mi complejo de inútil musical, y eso que a mí la música me gustaba; es más, aquella recusación multilateral sirvió de acicate para que yo venerara humildemente el hermetismo de aquella ciencia vedada.
Como las corporaciones musicales me daban la espalda, yo tuve que afiliarme al partido de aquellos que cultivaban la música por caminos heterodoxos, y así me convertí en un melenudo rasgueador de guitarra. Supongo que elegí tal instrumento porque era el más popular de entonces, y pilar de las músicas denominadas modernas, léase Rock, Pop, Blues, Country. etc. La afición a la guitarra ocupó mi adolescencia y primera juventud; hasta que llegó Miguel Ríos con su Himno a la Alegría y yo conecté con Radio 2. Poco a poco fue calando en mi espíritu el universo de lo clásico. Recuerdo que como a tantos otros la 5ª de Beethoven me fascinaba, acaso por ser una de las composiciones más cañeras del repertorio.
No solía perder ninguna película relacionada con el mundo de la música. Recuerdo en especial una sobre la vida de Franz Lizt, interpretada por Dick Bogarde, que me trasladó a ese mundo parisino donde reinaba el húngaro junto a Frederic Chopin. Cualquier cosa relacionada con la música me emocionaba. Por eso llevé con pesadumbre aquella exclusión académica, donde sus escogidos, todos ellos bendecidos por la musa, establecían mi destierro de los linderos en donde se goza de la gloria musical.
Cuando maduré, fermentado en el odre de la indiferencia, quedando ya lejos y como en el olvido el veredicto de los ajados preceptores, cansado naufragar en el océano de la música clásica, melómano empedernido, me decidí a estudiar ese hermético arte cuya fascinación embriagaba mis sentidos y confortaba mi alma. Compré un piano y me apunté a una academia, donde yo hombre ya maduro compartía lecciones con niñas repipi tan familiarizadas con las sonatas de Beethoven como quien lava. Durante tres años destripé el arte de Euterpe, estudié teoría musical, solfeo e interpreté toda suerte de partituras reservadas a los novatos. Me dedicaba al instrumento con todo el entusiasmo que me era posible, asistía a conciertos, compraba partituras, y me empapaba de música hasta que un día reconocí que verdaderamente no llegaría a nada en aquel mundo. El sueño de componer óperas inmortales se desvaneció por sí solo y el de interpretar las sonatas de Beethoven quedó aplazado para un futuro impredecible.
Hoy en YouTube me distraigo oyendo curiosas versionnes de piano: las memorables de Baremboim interpretando Mozart o Bethoven, o las curiosas y juveniles de nuevos músicos como Tina S, que te deja alucinado interpretando a la guitarra eléctrica el tercer movimiento de la sonata Claro de Luna; o la que del mismo movimiento también, recrea al piano un niño oriental de no más de diez años, con una habilidad que te deja estupefacto. Y es que, verdaderamente, para la música hay que ser un elegido, condición más comprensible para quien ha laborado los infinitos senderos del teclado del piano y sabe valorar la interpretación con solvencia de cualquier pieza. Me siento a la banqueta del piano y apenas balbuceo el minueto del libro de Ana Magdalena Bach. Tocar el tercer movimiento de la sonata Claro de Luna entra en el terreno casi de la entelequia. Para ser buen músico, verdaderamente hay que nacer.
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Francisco Juliá

Soy Francisco Juliá, y el deseo de este blog es llegar al mayor número de lectores, compartir una hermandad a la que nos invita lo íntimo de la conciencia.

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