Circulan por las "redes" ciertas entrevistas en las que se consulta a muy diversos escritores sobre cuáles son sus cinco libros preferidos. La pregunta no carece de miga, pues colijo que una biografía la componen las más dispares vicisitudes y la encauzan no pocos accidentes y meandros. Escoger las cinco obras que han tenido más ascendiente en tu vida, que no siempre son las preferidas, requiere un poco de reflexión. Reconozco que en mi caso, salvo excepciones, más que una obra determinada, influyeron distintos autores que acapararon cada una de las etapas de mi vida. El señuelo que abrió para mí el mundo de los libros, paradójicamente no fue ninguno de los reconocidos por los especialistas como idóneos en la formación juvenil. Aunque seguramente tuve acceso a estos autores bajo la amenidad del libro ilustrado, la huella que pudieron dejar Robinson Crusoe y La isla del tesoro no fue decisiva. De niño no fui precoz lector en absoluto. El libro que, ya adolescente, despertó en mí el deseo de lectura fue uno con el que seguramente no podrán estar de acuerdo los probos preceptores: La vida del Buscón. Las osadías de don Francisco de Quevedo, con su jactancioso barroquismo, su gruesa picardía y su cruel pesimismo, fueron quienes abrieron mis ojos a la complejidad de la vida y al simposio literario. Su inclemente humor y sus ademanes de cantamañanas despertaron el morbo y fueron el lazarillo que guio mis pasos hasta el descubrimiento del desalmado orden del mundo, lejos de la envoltura melindrosa y fantástica con la que lo querían edulcorar prudentemente nuestros progenitores.
Cuando se es joven, se celebra el gracioso ingenio, ingrediente que no puede faltar en nuestra novela picaresca. Tal condimento abunda en chanza y regocijo, en melindre y guasa, en mordacidad y sátira.
Lo picaresco fue espejo de lo cotidiano, visto desde el cinismo de los desheredados. Nos habla sin tapujos de nuestro destino tragicómico, el cual solo se sobrelleva a fuerza de resignación y observándolo en la distancia de la ironía. La picardía halló en Quevedo su mentor más avezado, y en esa simbiosis se transcendió la glosa del ingenio hispano. Su descarada iconoclastia hizo las delicias de nuestra juventud, una juventud que aún no estaba madura para saborear su poso amargo.
Supongo que abordé la escabrosa lectura del Buscón con las dificultades propias del lector poco rodado y que paulatinamente fui descongestionándome de su lectura salpimentada y exigente.
El episodio que con más gusto leí fue el referido al licenciado Cabra , pues allí se desmenuzaba la vida estudiantil, con sus devaneos y lacras, coligadas al período de la vida en que me hallaba por entonces involucrado. Sin duda El Buscón ha sido el libro de Quevedo que más he frecuentado, pues su otra obra resulta harto compleja y requiere el ejercicio de una grave erudición. Supongo que luego sería Cervantes quien me rescataría del conceptuoso y malhumorado don Francisco.
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