El año se acaba. Nefando 2020. Quiero sacarme la espina. Contra toda evidencia, el año finalizado debiera haber sido un año gozoso de mi biografía. En sus comienzos adquirí un nuevo status sociolaboral: el de jubilado. El mangoneo de la pandemia me ha impedido, sin embargo, celebrarlo a mi gusto. Ante todo, hubiera viajado, ensanchando horizontes y es más que seguro que mi mente no se hubiera reblandecido con el rigor claustrofóbico del confinamiento.
Me he jubilado. He alcanzado una edad cuando menos preocupante. Esa edad en que el cuerpo empieza a hacer aguas, y son frecuentes los achaques y mermas. Después de todo qué he sacado de la larga experiencia laboral: una pensión modesta y una hernia discal. He de considerar que como muchos de mis conciudadanos he malgastado mi vida. De los tres imprescindibles propósitos del hombre solo he llegado a cumplir con creces el tercero; en cuanto a plantar un árbol no recuerdo haberlo hecho y en lo que respecta al hijo, legítimo y reconocido no tengo ninguno.
Si seguimos vivos es porque hemos puesto en la balanza de la vivencia alegrías y sin sabores, y las primeras, aunque más precarias, han compensado el gran volumen de amarguras. Sobre todo porque un pequeño gozo restaña diez resquemores. Ya dijo el poeta que la vida es un erial; al final y por fortuna contamos con que todo el fárrago de adversidades no puede destruir el calado de nuestra esperanza. Porque sólo ésta y acaso la fe, pueden arrostrar el gran torbellino de desolación que arrastra nuestra vida como a una pequeña rama la corriente de un río.
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