Me hallo de nuevo en el Café del Príncipe, desde cuyos ventanales contemplo la vida de Madrid y escribo estas líneas. Es para mí un lugar esencial desde el que parten todas las perspectivas de la ciudad: ese Madrid alucinante que nos sobrepasa. Un mundo bajo cuyo cielo ocurren todas las cosas.
Salgo del Prado y apuro lentamente una cerveza fría mientras atardece y me dispongo a disfrutar lo que queda de domingo. En Madrid caben todas las alternativas aunque muchas de ellas no son recomendables. Sólo para hombres de la condición del Zorba de Kazantzakis sería aconsejable echarse la manta a la cabeza. Porque probablemente vivir desaforadamente quizá nos arrebate la vida plena.
En el museo he saboreado una exposición de Guido Reni. Confieso que para mí Reni era uno de los pintores clásicos italianos más desconocidos. Pero sus obras me han sorprendido, reconociéndoles una factura excelente. Trata el tema religioso desde una variante menos cruda que Caravaggio. Sus atmósferas no son tan sórdidas, tal vez más edulcoradas. Nos presenta un cristianismo de suavidades de la Gracia, cercano al de Rafael. En su pintura no existe el patetismo flamenco ni la abstracción del Greco. Es un artista de la luz, solar, sin recovecos ni simbologías solapadas.
Parece que en el día de hoy nuestro Señor me ha tutelado en la jornada a Él dedicada. Mi hermano me recomendó que en tal día de domingo asistiera al culto en alguna iglesia evangélica madrileña; recuerdo varias de ellas cuya resonancia remonta a la memoria de la infancia. Pero no sé, sin darme cuenta, mis pasos me han conducido bajo ese sol que empezaba a ser implacable hasta la iglesia de los Jerónimos, acaso el templo más emblemático de Madrid. He entrado diez minutos antes de que comenzara la misa, para satisfacer el ocio del turista y salir cortanto antes del comienzo de la solemnidad. Sin embargo, me he sentido cómodo allí, sentado en uno de los últimos bancos de la nave, bajo ese silencio profundo que llena numerosas iglesias católicas. Tanto que, cuando ha empezado la ceremonia, no he sentido la necesidad de desertar. He escuchado la Palabra, he escuchado el Credo, casi el mismo que mi madre recitó semanas antes de morir y me he conmovido. ¿Será que estoy más cerca de Dios? ¿Que los asuntos de la Fe me son más propios, y encuentro en ese silencio contrito de la iglesia un eco inmaterial que yo sólo percibo?
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