Un pariente próximo posee un librería. Esta mañana le he cursado visita y he pasado largo rato en su grata compañía y no menos en la de los libros. Uno de los escaparates abundaba en obras estimables; podían encontrarse allí ejemplares de Píndaro, de Esquilo, de Cervantes, de Joyce, de García Márquez, Cortázar, Poe, Hesse, Gala, Flaubert, Austen, Somerset-Maughan, Zwieg, etc, un surtido de lo más variado de títulos inmejorables. A lo largo de mi visita, una anciana, que arrastraba su carrito de compra, se ha detenido frente al escaparate y ha escrutado con ansia adquisitiva los variados títulos expuestos. Tras penetrar en la tienda se ha dirigido al mostrador y definido sus preferencias. De todo lo que el nutrido escaparate exhibía ha optado por dos obras concretas, una de ellas Los Pilares de la Tierra, de Ken Follet, y la otra, no recuerdo ni el título, correspondía a un autor novedoso que desconozco, y parecía tratar una intriga tremebunda de título rebuscado.
No es casualidad que, como esta lectora media, muchos de nuestros lectores opten por obras que, como sus mismos autores señalan, tratan temas atractivos con un lenguaje ameno. Grandes Almacenes y Comerciales del libro de toda índole mantienen sus lejas abarrotadas de esta clase de libros. Los Clásicos en ellas ocupan un lugar cada vez más reducido y que va menguando de día en día. Se hace díficil encontrar muchas de las obras de un Balzac, de Dickens o Tolstoi, y no digamos de otros autores de calidad aunque no tan fundamentales. Síntoma de todo esto es que los clasicos, autores celebrados en las aulas pero temidos por el público corriente, requieren lectores preparados, con una formación determinada, capaces de interpretar y racionalizar un frase, y que estén familiarizados con el lenguaje y aptos para seguir el hilo literario sin recurrir con demasiada frecuencia al diccionario; aquellos, en suma, para quienes la lectura significa un goce y no un suplicio intelectual, que los hace precipitarse pronto en el marasmo y los vuelve proclives a dejar el libro sumidos en el más atroz de los aburrimientos. Muchos no consiguen traspasar la barrera de su mediocridad y su nivel cultural permanece siempre invariable.
Desgraciadamente, este tipo de experiencia es la que más abunda, pues la media lectora pertenece a un público poco exigente, con nivel cultural medio bajo, que encuentra en los libros unicamente entretenimiento y evasión, y no ese pilar fundamental que significa la cultura en la realización del hombre. Leer ofrece a nuestras vidas otra dimensión, amplía nuestros horizontes y nos enriquece. Un hombre con formación abordará los problemas de modo bien diferente a cómo lo haría quien carece de ella. Hoy día parece que esta misión educadora se ha reservado a la tecnología y medios audiovisuales, y así nos vemos. De aquí a un tiempo constituiremos una nación de analfabetos.
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