Mi primer amor,
mi amor más apasionado,
fue una lesbiana.
Entonces yo no sabía que lo era,
ni en qué consistía ser lesbiana,
eso que los golfos llamaban tortillera,
y nuestros padres marimacho.
Ni tampoco por qué una chica
prefería el deporte a la costura,
se acompañaba siempre de otras chicas
y a mi me llevaba por la calle de la amargura.
Preciso es reconocer que yo era un joven delicado
y ella un carácter vivo
que me atraía por su misma fuerza
carente de mojigatería.
Nuestra relación no pudo pasar
de la de pretendiente idolátrico
y virgen despechada.
Ella se pavoneaba como una diosa
mientras yo servía de acólito
de un extravagante protocolo.
Huelga decir que tal cortejo desigual
continuó hasta que descubrí su condición
y yo reventé de odio por su amor.
Más tarde, persistió la duda de quién era ella
y el recelo acusatorio de quién era yo.
Tras la ruptura, mi furia de macho se desató,
me sumé a las noches de donjuan depredador,
y a las cabañas bajé
sin poder a los palacios ascender.
Con todo ello, tan sólo mi ruina labré
sin poder sacudirme el lastre
que el albur de la fortuna deparó.
Sintiendo del corazón sus despojos
todavía deshojo la flor
de aquel pasado resquemor.
¿La amé?¿Me amó?
¿Era lesbiana ella,
era marica yo?
Hoy se nos da a entender
que de todo ello ¡qué más da!
Hay lesbianas que te sirven la copa en el bar,
y te dan cháchara como si quisieran ligar;
hay maricas que se besan impúdicos
en la plataforma abarrotada del Tram;
hay muchachas que golpean el balón
con la potencia goleadora de un crack.
He procurado escribir derecho mi renglón,
pero de todo esto me queda el sinsabor
de por qué en aquel estéril anteayer
un chico y una chica
no se pudieron querer.
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