En estos días he seguido por youtube una conferencia que el profesor Andrés Amorós dio en torno a la figura de Ignacio Sánchez Mejías y a la elegía "Llanto por la muerte de Ignacio Sánchez Mejías", de Federico García Lorca. La primera parte de ésta, singularmente sabrosa, correspondió a la semblanza biográfica del torero. Allí se nos descubre una figura extraordinaria ( nunca hubo un andaluz tan claro, tan rico de aventura), multifacética e irrepetible. Pocos toreros aglutinaron en torno a sí tantas excelencias ni descollaron en tan distintos campos. El destino le llevó a compartir época con esa gran figura del toreo, Joselito el Gallo, de cuya cuadrilla formó parte y con quien incluso estableció lazos de parentesco. Siguiendo la estela del maestro tomó la alternativa y trató de emularlo en su concepto del toreo. Se distinguió por su arrojo y valentía (que buen torero en la plaza) y por su toreo artístico y brillante. Consiguió auparse a los primeros lugares del escalafón, compitiendo con otros diestros de gran relevancia, entre ellos Juan Belmonte. Y fueron él y Belmonte a quienes celebraron los escritores y los intelectuales del momento. Se cuenta que en torno a él se agruparon los poetas de 27, cautivos muchos de ellos por la personalidad arolladora del matador. Como hombre alcanzó fama, riqueza, honor, relevancia social; como torero, prestigio, celebridad, leyenda. Con su muerte se sumo al panteón de los Héroes, y como tal lo cantó el poeta.
Pude en mi vida, por la suerte de ser alicantino, compartir época, memoria de infancia y vecindad, con otro gran torero: José María Manzanares. Rememoro ahora su figura, por la coincidencia de su apellido taurino con el del pueblo donde estaba la plaza en la que un toro Granadino acabó con la vida de Ignacio Sánchez Mejías. Buscando sus datos biográficos por internet, constato que el apellido Manzanares lo tomó de su padre, pero no llego a descubrir por qué éste lo adoptó. Sin embargo, mis recuerdos de Josemari, el tore, como lo apodaba la chiquilleria, están más relacionados con el futbol que con el toreo, pues reviven esos largos partidillos de los sábados que toda la chavalería organizaba en los descampados próximos al barrio del Garbinet. Y recuerdo que Josemari era un herculano de pro, que se ufanaba de usar la camisola del equipo local. Mi único recuerdo del Josemari torero se remite una exhibición de salón que dió en la suburbial plaza de Manila, frente a un simulacro de toro sobre ruedas, desarrollando una torería en potencia, en la que pocos de los que estábamos allí podíamos imaginar sus triunfales hechos posteriores.
Pertenezco a una generación en la que se hacía alarde de valores fraternales, antibelicistas, y antitaurinos. Donde se despreciaba al héroe por mor de un vago anhelo de indeterminada equidad. Se pensaba en el torero como un arribista, que sólo pensaba en hacerse rico por el camino más rápido. Si había nobleza, arte y gloria en el mundo del toro era algo en lo que nadie pensaba. Por eso yo jamás he asistido en vivo a una corrida; solo he visto lidiar por televisión y en alguna ocasión observé alguna faena de Manzanares. Confirmé su toreo de clase, sus buenas formas delante del toro. Supe de sus triunfos por los noticieros. Pero por entonces era una persona totalmente desligada de mi vida. Lo volví a encontrar hara pocos años, cuando visité el museo y la plaza de la Maestranza, de Sevilla. Me llamó poderosamente la atención que, junto a un par de trajes de Currro Romero, la figura sevillana por excelencia, se exhibiera un traje de luces de purisima y oro de José María Manzanares. Reflexioné más tarde en cuál no sería la grandeza de sus logros. En los toreros se cumple el héroe que todos pretendemos alcanzar, paradigma de la vieja sociedad que pasó. Pude contemplar su túmulo en el cementerio de Alicante; quizá su figura hubiese compartido celajes legendarios si como Ignacio Sánchez Mejías hubiera recibido a la muerte abrazado a las astas de un toro.
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