VENECIANAS IX: PINTURA VENECIANA

VENECIANAS IX: PINTURA VENECIANA
Entre los edificios emblemáticos de Venecia destacan las llamadas Scuolas. Fueron erigidas para acoger entres sus muros las sedes de las cofradías gremiales; solían ir dedicadas al patrón al que se encomendaban cada a una de las actividades u oficios, y para su edificación se acudía a los arquitectos de mayor prestigio en la ciudad; así para la de san Marco se contrató a Codussi, a Sansovino, en la de la Misericordia, en la del Carmini a Longhena, y para la de San Rocco a uno menos relevante, pero que nos a dejado una de las fachadas más deslumbrantes de Venecia: el Scarpagnino.

Pero San Rocco es tan celebrada por su fisonomía exterior como por su decoración interna. Esta no pasó de ser irrelevante, hasta que se convocó un concurso para decorar la sala del Albergo, que es donde se reunía el consejo y para la que se buscaba algún elemento artístico que la ennobleciera. Se eligió como tema la consagración de San Rocco, y entre sus concursantes se hallaban artistas de la talla del Veronés, Salviati o Zuccari, pero,finalmente, quien se llevó tal honor fue Tintoretto, ese voraz acaparador de encargos, que diría Sartre, para cuyo logro se valió del avispado ardid de en lugar de presentar el esbozo de la obra como hacían sus contrincantes, epatar con el propio lienzo acabado. Profundo debió ser el entendimiento entre la presidencia de la cofradía y el pintor tras estos primeros contactos, pues de tal complicidad surgió el encargo posterior de decorar por entero la Scuola. Robusti debió emplear en ello todo su empeño, puesto que lo que nos ha legado es la consumación de una segunda sixtina italiana. La planta superior de la Scuola, a cuya cabecera se adosa la sala del Albergo, es una de la estancias de mayor excelencia de Italia, englobando el ciclo pictórico más completo elaborado jamás por un sólo artista, en el cual se recogen muchas de sus obras más esenciales, comprendiendo un dilatado período de su vida.

En la sala del Albergo, deslumbra la magnificencia de su Crucifixión, una de las más completas y estremecedoras abordadas jamás por cualquier artista, en donde aparte de su interpretación teológica y su evaluación pictórica, asombra la complejidad de la tarea, quizá solo equiparable al majestuoso Paraíso, que preside la sala del Maggior Consiglio, en el palacio Ducal. Quizá sea Tintoretto uno de los artistas más fecundos de la historia de la pintura, y de los más rápidos también, con el permiso de Giordano. En cualquier caso, sus excelentes aptitudes le situaron en la mejor disposición para recibir valiosos encargos, tanto institucionales como de particulares. En la sala superior del la Scuola, que mereció el encomio de un James y la celebración de un Ruskin, si uno la pasea con el sosiego y la atención que requiere, se puede seguir la evolución del lenguaje plástico de Robusti hasta en sus últimas épocas, esas en las que pintara el revelador misterio de Santa María Egipciaca en meditación, donde un nuevo concepto de la luz sondea y hace tangible la vivencia de toda espiritualidad mística. Frente al Tintoretto proteico, artífice de los más convencionales y desmesurados encargos, aquí no encontramos, junto a ese otro lienzo parejo de Santa María Magdalena, con el Jacopo Robusti más auténtico y personal.

ISLAS PARADISÍACAS

ISLAS PARADISÍACAS
Ante todo, se conoce por islas paradisíacas a esas constelaciones de archipiélagos diseminados por el pacífico, que refulgen con la brillantez capaz de alimentar los sueños y evocar la posibilidad de una vida paralela de mayor plenitud, a la que, dando un portazo a la insatisfacción cotidiana, se podría acceder. Durante los dos últimos siglos han constituido la dorada alternativa de aquellos que decidían, por unas u otras razones, apearse del mundo y abrordar ese tranvía llamado esperanza que presumiblemente conduce hasta tales remotos paraísos a los tránsfugas de nuestra civilización. Se retiraban a ellas aquellos a quienes la sombra de la derrota les obligaba a tirar la toalla ,también a los que el hastío de una vida desperdiciada les empujaba a tomar el camino de en medio, como Gaugin, o a los que el lastre de la enfermedad les hacía declinar de esa lucha sin cuartel que reta constantemente al individuo sano, como fue el caso de R.L.Stevenson o, más recientemente, Jacques Brel.

Soñar con esa vida cotingente en la Polinesia, experimentando las virtudes de una existencia mas elemental bajo la sombra de los cocoteros, es una invitación para el hombre asfáltico, repleta de tentaciones. Difumina un tanto el arrebatador encanto, el que tales enclaves se hallen ya profanados por los tour operadores de los cinco continentes y se nos sirva tan selecto manjar en la misma bandeja de los destinos trillados, como Benidorm o Canet de mar. Por una cantidad bastante módica para una ecomomía medianamente situada, se puede abordar las dilatadas horas de vuelo que nos separan de las Marquesas, las Sociedad o la Fidji. Edenes que deben haber perdido su virginidad bajo el peso aplastante de las civilizaciones de oriente y occidente que los constriñen y hoy deben brindarnos seguramente un pálido remedo de los feraces vergeles que Cook descubrió, anegados por todos los usos bastardos de la civilización y la inmediatez de las comunicaciones.

Convengo en que dar el portazo e irse, puede resultar una decisión equivocada, un síntoma de decadencia para quien comprende quizá que la vida encuentra su mayor virtud en el desempeño de esa lucha sin cuartel en ella implicita; pero son muchas la razones por las que el corazón anhela la frecuentación de tales parajes incontaminados, el contacto con el aire límpido de esas radas esmeraldas entre arrecifes de coral, coronadas de cumbres volcánicas y ceñidas de un deslumbrador cinturon de naturaleza lujuriante. Porque buscar el plácido beneficio de tales islas, es buscar ese remanso incorruptible en nuestro propio corazón, reconocer la existencia de un cielo posible en esta tierra. Por eso, acaso, el buen Stevenson recaló en Samoa hasta exhalar su último aliento,aguardando desde una atalaya, con la vista puesta en el inquietante disco del mar, el despertar eterno, portador de esos paisajes impresos en lo más íntimo de sí mismo, en su universo literario. Y por eso nosotros, nos conformamos hoy con releer las pintorescas peripecias descritas en sus míticas islas, codo con codo con Jim Hawkins y John Silver el largo, impacientes del día en que podramos emprender ese viaje, no de huida sino de búsqueda, transformador y decisivo.

MIDNIGHT PARIS DE WOODY ALLEN

MIDNIGHT PARIS DE WOODY ALLEN
En Midnight in Paris Woody Allen ha consumado el más hermoso homenaje que se puede ofrecer a una ciudad. Desde los primeros planos del film, con una fotografía de calidez impecable, nos hace participar de ese entrañable secreto que constituye su culto personal. Desde los primeros fotogramas, tan seductores como sus pasadas iconografías de New York, nos invita a participar, con idéntica sugestión con la que uno se enfrenta a un cuadro espléndido o un evocador poema, de las maravillas que esta ciudad incomparable promete. Paris, qué duda cabe, está visto con esa mirada entregada de quien se ha dejado definitivamente seducir por sus encantos y se dispone a rendirle su más fervoroso tributo.

Como Manrique, Allen parece querer reflexionar sobre la copla "de que a nuestro parecer, cualquier tiempo pasado fue mejor", y parodiando a los cuentos infantiles, nos introduce en ese otro Paris legendario que todo viajero añoraría toparse cuando callejea por la ciudad del Sena. Abordando un antiguo Peugeot de coleccionista al que es invitado a acceder, el protagonista es introducido- e introduce al espectador-en ese Paris fascinante que sinceramente añora y al que desde lo más hondo de sí mismo cree pertenecer. Valiéndose de esa ductilidad del tiempo de la ficción, Allen con su peculiar maestría, con una naturalidad sin transiciones, nos sumerge en ese París mítico que contribuyó a crear esa aureola irradiada por la capital francesa y cuyo encanto, con propiedades magnéticas, logró atraer hasta sus estrechas y sombrías buhardillas a la flor y nata de la genialidad literaria y artística del siglo XX. Como en un extraordinario retrato de la vie parisienne, comparable a esos multitudinarios que pintara Renoir, a la pantalla se van asomando las personalidades que configuraron las más brillantes épocas de Paris: La vibrante de los Hemingway, Scott-Fitzgerald, Miller, Cole Porter, Picasso, Dalí, Gertud Stein, de la cual nos hubiera gustado participar si no mediara el rodar tiránico, real y no novelesco, del tiempo; o esa otra nostálgica y esplenderosa, que llenó de vivo colorido y bulliciosas costumbres al Paris más rutilante: el de la "Belle Epoque" que generó el impresionismo, con personalidades tan relevantes como Tolouse-Lautrec, Monet, Degas, o los controvertidos integrantes del movimiento simbolista, por otro lado, en el mundo de las letras.

FOCOS DE HELENIDAD: DELFOS Y OLIMPIA

FOCOS DE HELENIDAD: DELFOS Y OLIMPIA
La hélade era un conjunto de polis a las que aglutinaba el nexo de una lengua común y la tradición de una cultura compartida. Uno de los creadores de esa alma supranacional fue, indudablemente, Homero. En su Ilíada y Odisea sentó las bases reconocibles de esa identidad. A la par, y al hilo de su desarrollo histórico, surgieron diferentes ciudades que concitaban aspiraciones y valores comunes, y gozaban de cierta representatividad entre los griegos. Papel bien destacado jugaban entre todas Delfos y Olimpia. La una, por su carácter religioso, sede del oráculo de Apolo, cuyos vaticinios eran acatados por todas las polis, y la otra por catalizar el impulso de ese carácter agonal que las carecterizaba.

En la actualidad, lo que más sorprende de Delfos es el propio paraje que la esconde, y que en su época debió influir bastante en ese hermetismo religioso con que la Pitia guardaba sus secretos. Hoy, en Delfos, el único rastro de actividad puede encontrarse en las piedras desmanteladas como las de un rompecabezas, cuyos irregulares contornos solo se pueden reunir y adquirir sentido con el trabajo paciente y revelador de los arqueólogos. Esconde su situación, apostándose sobre la profundidad del valle mientras su plano desciende por las laderas del Parnaso, el acertijo de cuanto significó su existencia en el camino de los griegos, esa lámpara esclarecida que pretendidamente guió su espíritu, pero de cuyo divino oráculo ya sólo trascienden sus siglos de silencio.

Al peregrino que llega a Delfos ya no lo purifica la vitalidad de las aguas de la fuente de Castaslia y su experiencia, lejos de religiosa, se desvive por reconstruir una postal presente de cuanto se tragó el olvido de los siglos. Mientras la violencia del sol sobre el Parnaso nos esconde la morada de la Musas, las cuales nos evitan con el sigilo de lo ideal, podemos seguir las evoluciones de los carros ilusorios en ese estadio donde se celebraban los renombrados juegos piticos; escuchar el eco de los caballos trepidando sobre la arena e imaginar los ardides del auriga refrenando el tiro en las vueltas mediante arriesgadas maniobras, investido con la larga túnica y observando con la mirada remota del pasado.

En cualquier caso, en Delfos se tiene esa sensación de hallarase en un lugar cuya significación última se nos escapa, de sentirse invitado a escudriñar el laberinto de una arcaica ceremonia iniciática, en la que tras alguno de sus secretos rincones sigue ardiendo ese fuego en el que la pitón revelaba sus augurios a la sibila.

En cuanto a Olimpia, una de las cosas que más me llamaron la atención de ella fue la feracidad de su paisaje; desde la ventana que daba a los campos, se podía apreciar el fragoso entorno, lleno de verdor, de variedad insopechada de arbolado, donde se percibía el latir de una naturaleza siempre renovada y de la que daban fe los trinos interminables de los pájaros y el canto pesaroso y complacido de las cigarras.
Olimpia, en sus ruinas, recoge ese testimonio atlético que trascribe el carácter agonal de los griegos; del cómputo períodico de dichas celebraciones extraemos una guía de su incierta cronología. Su estadio olimpico carece de la grandiosidad que caracteriza, por ejemplo, al Coliseo, en Roma, y hay que hacer un esfuerzo mayor para imaginar qué pudieron significar los juegos olimpicos en aquella época y cuál debió ser la práctica de las diferentes disciplinas. El estadio lo configura una sencilla elipse aplanada del terreno, de medidas aproximadas al de los actuales, circunscrita en un cinturón herboso y ligeramente pendiente que demarca lo que debían ser los graderíos. En realidad, no diefere mucho de los terrenos en donde practicábamos el futbol hace unas décadas.
Otra de la maravillas que acogía esta vieja ciudad del recuerdo, era el incomparable templo de Zeus, donde los accidentes tectónicos han confluido a través de los siglos para abatir su olímpica grandeza, y no nos ha quedado testimonio alguno de lo que para los viejos griegos significó contemplar la magnifica estatua del padre de los Dioses, obra de Fidias.
Hallarse en Olimpia, entre otras cosas, impone una lectura obligada: los himnos que, para celebrar los juegos en su época más brillante, compuso Píndaro. Durante la noche en el hotel, donde podía apercibirse la táctil proximidad de esas edades irrepetibles, pude comprobar la intensidad persuasiva de tales himnos, cuyos versos parecían destilarse y resplandecer con la fuerza agónica que los inspiró.

APUNTES DE VIAJE: NEUSCHWANSTEIN

Era verano, pero la niebla comparecía como un acostumbrado visitante que trajera consigo un desazonador presagio. Las cumbres del entorno se iban difuminando paulatinamente, dejando entrever entre sus madejas de tejido vaporoso la trasparencia sobre la que el castillo definía el desafío de sus altivos torreones. Desde lejos, sobre el entarimado inestable del puente María, se obtenía una representación cabal de cuanto representaba: una audaz tentativa de las regiones del ensueño.

Me parece obvio que Ludwig II Witellsbach lo soñara con antelación desde la atalaya del viejo castillo de Hohenschwangau, donde discurrieron los veranos de su infancia. Es seguro que el sensible adolescente, arrobado ante la desmesura del paisaje, fuera asaltado por la fantástica intuición: vería erguirse frente a él la colosal mole, como la solitaria fortaleza de otros tiempos, tal vez resultado de esa cronología paralela de lo legendario. Porque él era -y acaso así él mismo lo barruntase- un rey para la leyenda y no para la historia. Su paso titubeante por ésta, se ve sobremagnificado en cuanto personaje rescatado para lo fabuloso. Su vida se enmarca en una lejanía(próxima) aureolada de tintes idílicos que acaso no lo fuesen tanto. Una época en la que aún persistían, abulicos, inveterados, confusos privilegios; una época, en fin, puente entre el hondo romanticismo nostálgico de lo que se ha ido y la cruda realidad de una Europa despedazándose, con la que despertaría el siglo veinte.

Así pues, envuelto en brumosas evanescencias y guarecido entre la magnificencia titánica de los alpes bávaros, Neuschwanstein se yergue como un paradigmático desafío entre los abismos. Obra no de la necesidad, sino del capricho; peculiar antojo de un diletante.

Porque ésta es la palabra que con más exactitud definía a este rey. Dotado de una extremada sensibilidad proclive al arte, el impulso latiente de todas estas fuerzas no se consumó en el fuego creador, en el parto de una obra propia, sino en el culto fervoroso a otros artistas, entre los que destaca con sobrado ascendiente y nitidez, Richard Wagner. Desde que se desarrolló en el futuro rey el gusto estético, fue Wagner, el músico y el poeta, quien influyó decisivamente en su idiosincrasia y voluntad, hasta el punto de ser requerido con urgencia al lado del monarca, en la corte de Munich.

Pronto la obra del compositor alimentó la desmedida imaginación real, cuyo mayor deseo hubiese sido encarnarse en cualquiera de las criaturas de la demiurgia wagneriana. Su predilección por Lohengrin, el caballero del cisne, animal por otra parte emblemático para los Witellsbach tras el león de su escudo, era bien patente y conocida por muchos. Tal fue la compenetración entre el músico y el rey, que resulta difícil precisar hasta donde alcanzó la influencia mutua. El rey idolatraba al artista hasta un punto que, según algunos, pudiera rozar lo antinatural, y éste, por su parte, supo sacar partido de esta ventaja todo lo que pudo. Al menos, esta es la versión que nos ha legado el tiempo, filtrada por la malidicencia y la conveniencia de no sé cuantos tamices. Los hombres, que desposeemos el don de leer en el corazón humano,pese a todos los esfuerzos, nos vemos incapacitados para averiguar cuál es la verdad última que se esconde tras la apariencia. Lo único que nos queda de cierto es que Wagner- su vida cambió radicalmente desde que conoció al rey- debió mucho a la real munificiencia, y que para el monarca, a su vez, la vida hubiese sido bien distinta en todos los sentidos sin la repercusión que en ella tuvo la obra del músico. De cierto, sólo sabemos que, a la postre, como fruto notorio de tan tortuosa y fecunda relación nos ha quedado un fabuloso testimonio: Neuswanstein.

EN CUANTO AL DON GIOVANNI DE MOZART

EN CUANTO AL DON GIOVANNI DE MOZART
Cuando Mozart eligió el teatro de los Estados, en Praga, para el estreno de su ópera Don Giovanni, apostó por una alternativa en ningún modo errada. Consciente de la calurosa acogida de su anterior obra cómica Las Bodas de Fígaro, en la que también colaboró el libretista Da Ponte, entre los aficionados checos, tuvo que reconocer acertado su pronóstico del éxito que acompañaría a la nueva opera; un éxito del que el mundo teatral vienés era hasta cierto punto reticente.

La tragicomedia de don Juan o el convidado de piedra ya había sido numerosas veces representada en la escena europea, con partituras de muy distintos compositores y con exito dispar. En cualquier caso, la tragedia de don Juan, desde que Tirso la concibiera y la emulara Moliere, ya formaba parte de la mítica teatral y era repeditamente adaptada por muy distintos libretistas y autores, tanto en la ópera como en el teatro hablado. ¿Qué tiene el Don Giovanni de Mozart para haber desbacando a cualquier otra versión del tema donjuanesco? En primer lugar, hay que remontarse a la génesis de la obra, y a la figura enigmática de su adaptador, Da Ponte. La trayectoria de este se fraguó al calor de los teatros venecianos, donde era, obviamente, difícil sustraerse al estilo de vida imperante en la ciudad, abierta toda suerte de aventuras y propicia a los cambios de fortuna, en donde además se veía claramente favorecido el artificio galante, en una ciudad para la que el amor profano era un codiciable aditamento. Ya de largo era famosa por sus cortesanas y por ese paradigma humano que sus ambientes cosecharon: Casanova,el cual hoy día viene a ser sinónimo de donjuan. Cabe decir que el polífacetico Giacomo fue coetaneo de Da Ponte y que ambos participaban de una afición similar por el bello sexo. Que las vidas de Da Ponte y Casanova se nutrieron de las mismas ubres que la de don Juan, es conceder una garantia de autenticidad al personaje creado por Da Ponte para la opera mozartiana. En la cual, evidentemente, hay que resaltar esa verdad trágica que habla del hombre latiente del dieciocho y del amargo sino de su tiempo, en el que ya empezaba a no tener cabida la vida arrebatada del don Juan, relegada por esa otra figura desvaída y acomodaticia del burgués. El don Giovanni hablaba de su tiempo y era intérprete de su tiempo, como la antigua tragedia griega lo fue del suyo, en esa simbiosis fecunda de arte y sociedad, y donde el uno se vuelve portavoz y catalizador de la otra.

Tamizado, pues, por ese filtro de enervantes placeres y amargos desengaños debió llegar el libreto a Mozart, en el que el genial artista reconoció esa viva vibración de unos personajes llenos de carnalidad y anhelo, de contradicciones espirituales que definían como tremendamente humanos a cada uno de ellos, haciéndolos, no simbólicas figuras planas, sino realidades de vida trascendida.

ESPLENDOR DE GRECIA

En Grecia se vive el recuerdo permanente de su viejo esplendor. La sombra de Leónidas en el paso de las Termópilas parece abarcarlo todo. Su palacio del parlamento exhibe hoy la elocuente figura del hoplita abatido, en cuyo decidido heroísmo encuentra el país su razón de ser. En el término de una vida vivida con desprendida generosidad, derrochadora, es donde parece quisiera encontrarse el espíritu griego; al menos el personaje más descollante de su literatura contemporánea, Zorba, así parece patentizarlo. Como diría en uno de sus diálogos, "vivir es liarse la manta a la cabeza".

Grecia absorbe el fluir de ese milenario impulso en la memoria de sus piedras, de sus monumentos extraordinarios que permanecen aún en pie: pese a sus deteriorados flancos, en la arrogancia del Partenón, al que Fidias supo infundir toda la belleza del viejo orden; en el movimiento perpetuo de las cariátides del Erecteión, cuyas miradas parecen observarnos desde el infinito; y encuentra una alusión permanente en la sobriedad crepuscular del templo de Sunión, presencia interpuesta frente al mar, donde es el primero que atisba y al último al que se le oculta la luz de Apolo. Desde su atalaya se abarca el dominio azul de Posidón, ese mar de los intrépidos y primerizos navegantes, que el dios pareció regalar a los griegos, cuando las aliadas aguas del Egeo testificaron de su Gloria imperecedera en Salamina y Micala.

Gran parte del territorio griego es insular; navegar el Egeo es ir descubriendo paraísos que se reservan sus bien dilatadas genealogías; Eubeos y Eginetas compartieron glorias y descalabros con la gran polis marinera, Atenas; en algunos momentos fueron enemigos irreconciliables, pero de aquello sólo hay recuerdo en las viejas piedras, que a veces cuentan confusas leyendas. Alrededor de las dársenas esmeralda de sus puertos, se agita una vida bulliciosa, dispuesta a no ceder un ápice de su jugo más delicioso. En Egina, sobre un promontorio se levanta el templo de Afaia, alto vigía del mar, observatorio impasible de las estrellas infinitas, cuyas erectas columnas aún proclaman ese deseo de vencer el tiempo, como longeva casa de unos dioses que pretendieron ser inmortales. Cuando el viajero llega a Olimpia, contempla lo vanidoso de esta inútil tentativa en las columnas desmoronadas de aquel incomparable templo de Zeus Olímpico, del que Fidias diseñó su imponente majestad en la mejor de sus obras .

A una cuantas millas náuticas se descubren otras islas, Poros e Hydra, frente a la Argólida; la primera ostenta una belleza incomparable, con sus casas blanqueadas descolgandose por las colinas agrestes, donde se cultivan pequeños huertos que embalsaman el aire con sus perfumes y en los que las coloristas flores destacan bajo la audacia del sol meridional. El mar la penetra hasta dividirla en dos mitades, lo cual parece redoblar su encanto. Es bastante frondosa, hasta hacer recordar la exuberancia de Capri y suele ser lugar de retiro de muchos griegos desde la antigüedad. Hydra, sin embargo, ofrece un contraste bien definido, de isla yerma cuya única riqueza proviene del mar; la escasa agua de sus pozos aún sigue proveyéndose a lomo de mulas, en grandes tinajas de barro. Por sus calles estrechas aun parece deambular la sombra de ese genial Mujica Lainez, que la celebró, precisando el recuerdo de sus pescadores de esponjas en los últimos capítulos de su gran novela El Escarabajo, en donde nos hace revivir en parte el misterio de esa gran aventura griega.

PANORÁMICA DE SAN GIMIGNANO

PANORÁMICA DE SAN GIMIGNANO
San Gimignano se tiende entre colinas de variado verdor, latiendo en ese corazón fascinante de la Toscana, como el eco de un esquilón. Cuando uno alcanza su techo, que bien podría ser la azotea de una de sus altas torres , los colinas y valles que columbra en derredor configuran la fisonomía de unas tierras plenas de candor poético. Cuando alcancé esa cumbre, lo hice tras la almena de un promontorio elevado, asentado sobre sólidos muros de manpostería y que guarecía un huerto pródigo. En ese momento, pensé que bien parecido debió de ser ese huerto de los olivos próximo a Jerusalem donde Jesús fue tentado y prendido por los guardianes del templo, pues eran todo olivos lo plantado en ese área. Desde aquella atalaya se divisaba, como a vista de pájaro, la realidad de San Gimignano y su contorno. Bajo la tibieza de un sol adolescente que batallaba contra el desafío de las altas torres, refulgiendo las espadas doradas de sus rayos frente al reflejo calcáreo de la piedra, se extendía ese paisaje secular que una vez constituyó el frondoso corazón de esa etruria ignota. Los olivos se alineaban al resol sobre las blandas colinas, con el dibujo impreciso de sus troncos retorcidos deleitando con sus trazos; sobre las laderas contiguas se reunían las vides, cuyo nectar ennoblece el carácter de los campos; aquí y allá se salteaban los cipreses confiriendo al paisaje un bucólico estremecimiento; acullá se cogregan tupidos boscajes entre cuyos arbustos corretean los cinghiali.

Abundan los pueblos de piedra en las tierras itálicas; San Gimignano es un de ellos. Se ciñe con un cinturón pétreo de murallas; sobre sólidos sillares se asienta la puerta por la que accedemos. Una via principal nos conduce al corazon de la villa, donde aguardan sus plazas principales, la del Podestá y la de la catedral. En la primera destaca el brocal de su pozo, como el resto del pueblo, de sólida piedra, y los palacios consitoriales. En la plaza adyacente, la catedral o colegiata no se distingue como muchos templos toscanos por el preciosismo de sus mármoles. La construción parece en principio concebiba para una obra menor; sus reducidas puertas así lo hacen presumir. En su interior, como ocurre con casi todas las de Italia, cuenta con un rico patrimonio; aún desprenden fascinación los viejos frescos del Ghirlandaio, en su ciclo de santa Fina; al contemplarlos, no te defraudan y constituyen un reservado tesoro por el que merece la pena desplazarse hasta San Gimignano.

Sumergirse en su pasado esplendor, constituye una experiencia digana de vivirse; y sólo a un burdo analista se le ocurre comparar sus altas torres con las neoyorquinas, y etiquetar la ciudad como la Nueva York medieval. Sus altas torres, alguna más de las que se cuentan con los dedos de una mano, permanecen en nuestros días, son testigos fieles de los secretos mal solapados de esa otra historia terrible de Italia, con sus familias y clanes divididos y en pugna permanente. En San Gimignano, es real, las piedras hablan, sobrecoge su supervivencia testimonial y nuestro espíritu debe complacerse y enriquecerse al descifrar su mensaje.

SENDEROS GRIEGOS

SENDEROS GRIEGOS
Desde las alturas de la Acrópolis se sueña esa ciudad que fuera Atenas. A los pies de sus promontorios, sobre los que esparcen sus manchas pardas los pinos, se desparramaba esa ciudad que extendió su magisterio sobre todo el período clásico. Alcanzó su apogeo con Pericles, el más lúcido de sus mandatarios, bajo cuya dirección se consolidó un nuevo concepto, la democracia, y se construyó el más bello baluarte de la antigüedad: la Acrópolis. Por vez primera en la historia, el demos, relegado a oscuras labores utilitarias de mera supervivencia, gozaba de la plena ciudadanía y su voz, que paso a paso adquiría un mayor peso específico, se dejaba sentir en la asamblea. La prudencia que le confería a Pericles ser un alcmeónida, responsables de muchas de las reformas constitucionales atenienses, es la que le permitió realizar una política cohesionada y firme en unos objetivos, que desde Salamina imponían cuál sería el destino de Atenas. Esos muros de maderos que predijo el oráculo, y no los largos muros de piedra, serían los que dictarían la grandeza de Atenas, manteniendo ese dificil equilibrio con el rey persa y Esparta. No pudo evitarse la guerra con esta última, que mientras se mantuvo Pericles como hegemón, antes de caer víctima de la peste que asoló la ciudad, mantuvo un balance favorable a su estrategia, que no era otra que, mientras se repelía el asedió del ejército espartano frente a los largos muros, se acecharan las costas peloponesias con efectivos y tácticos golpes de mano. A su muerte, la politicas prepotentes de Cleón y sus sucesores llevaron a la ciudad a la derrota definitiva, decisiva en su historia.

La Acrópolis se mantiene impasible ante el moderno devenir de Atenas, que no difiere tanto del de antaño. Continúa siendo esa dinámica ciudad mediterránea, abierta al comercio, cuya flota naviera recorre de punta a punta los mares, como en la antiguedad lo recorrían fundando sus emporios y cleruquías. Varios siglos, sin embargo, de dominación y de dolor la volvieron pasto de la ignorancia y del olvido. La nostalgia de Byron en Missolonghi no fue suficiente para hacerla revivir. Testigos de estos siglos de ostracismo y calamidad son las columnas desmoronadas del Partenón, fruto de los bélicos ardores del veneciano Morosini, que no dejó estátua ilesa en su frontón.

En las laderas de la Acrópolis se asienta el pintoresco barrio de Plaka que, como en todos los viejos barrios mediterráneos, al amparo de su baluarte desarrolló una costreñida vida de verdades esenciales y cotidianas, contenta con mantenerse a salvo de los saqueadores y de las guerras. En ese reducto, se refugió por un tiempo la que fuera esplendorosa vida de Atenas, desde cuya atalaya las viejas piedras sólo recuerdan la desolación de los sepulcros y son sólo lamentables ruinas sus grandezas. ¿Qué del teatro de Herodes Atico, de los templos de Adriano, del Areópago y el foro romano...? ¿De qué nos hablan los vencidos sillares de los propileos, el templo aislado de Hefesto o las miradas impasibles de las cariátides del Erectión...? De que quizá todo pasa, aun la plenitud de la vida. Sólo se mantiene en pie una esperanza, que aunque incluso sumida en este oneroso ostracismo -cuya ostraca le correspondió de ese saco infausto de la historia-la ciudad mantiene ese misterio de su dynamos, que impulsado por una brisa liviana de levante nos llega entremezclado con las notas exaltadas del sirtaki

LOS PERROS DE LA ACROPOLIS

LOS PERROS DE LA ACROPOLIS
Los perros vagabundos de Atenas, que forman un camada bastante numerosa, vigilan la ascensión del viajero por las empinadas rampas que conducen a uno de esos lugares altos, iconos de la cultura de occidente: la Acrópolis. Tal ascensión, en el verano griego, suele ser bochornosa y ardua; la alivian las horas tempranas de la mañana, que dejan transparentar entre la tenue calima los rayos aún benignos del sol agosteño. El perro que unas veces nos escolta y otras precede, observa el comportamiento reticente de los viejos filósofos que dieron fama a la ciudad de Atenas. Su talante recuerda el del cínico Diógenes, por su carácter desprendido y parsimonioso de afrontar una existencia indigente además de perruna; al concluir su recorrido, a la entrada del venerado promontorio, parece querer recordornarnos la frase que hizo célebre al filósofo: Estaba buscando un hombre.

La lámpara con que se iluminaba Diógenes, no deja de ser paradójica, por cuanto la luz en Atenas es de una pureza cristalina que contrasta con el cobalto del terso cielo. Esa luz que escarba en los más recóndito de la sombras es la que dió a los griegos la claridad necesaria para penetrar el misterio del cosmos, valiéndose del incisivo y apolíneo estilete de la razón. Relegando los viejos mitos entre la nebulosa de sus sombras, balbuceo de esa infancia de la humanidad, se afanaron, mediante el instrumento de la razón, en desentrañar esa verdad implicita en la cosas, el secreto de esa armonía matemática de las esferas. Se aventuraron en todos los terrenos del saber; de Tales a Demócrito se empeñaron en escudriñar la "nous" que rige el mundo,abriendo con Pitágoras y Empedocles el camino de la mistica y deteniéndose en la ontología de Parménides y la dialéctica de Platón, por cuyo discípulo Aristóteles conocimos los fundamentos de la lógica, pilar del persamiento moderno.

Es Grecia el resultado de una tierra agreste entre dos azules, el cielo y el mar, alumbrados por el fuego fecundo y perenne del sol. De ahí, los cuatro elementos o principios de los creado. Cuando uno se aventura en el azul del Egeo, penetra el territorio donde se funden los sueños con lo real; en él soñaron los viejos dánaos parte de sus mitos, y forjaron, en el crisol de la guerra, las sagas de las deslumbrantes leyendas que definieron su espíritu y animaron su credo. En sus aguas, Homero, el vidente ciego, configuró con la nitidez incomparable de su epopeya el noble carácter de la Hélade; al describir esa edad mítica de sus héroes, plasmó en lo inmemorial el fresco con más vigoroso trazo y espléndido color que aun sigue alimentando esa matriz de los sueños de occidente.