Es palmario que uno de los elementos primordiales de los que se constituye Venecia es el agua. Es una ciudad marina y marinera por excelencia. Su dispersa orografía se vertebra en canales y pequeños ríos y corrientes, hasta conformar su corporeidad de gran pez varado en las aguas mansas o inquietas de la laguna.
En este pez, su espina dorsal es el Gran Canal: uno de los cursos de agua más fantásticos de la Tierra. En otras ocasiones ya hemos navegado estas aguas, evocado su serpentino trazado entre maravillas que asoman como memoria vigente de los siglos. En el espejo de sus aguas, se presiente el sueño de una nación, con cuyo fluir incesante escapó el recuerdo de su gloria. Cuanto ahora se refleja es el fósil de ese momento eterno que la hizo la primera entre los pares: la Serenísima Dominante, que en sus triunfos obtuvo su imperecedero galardón, como bien exhiben la diversas victorias navales que cuelgan de los muros de la sala del Escrutinio, en el palacio Ducal.
Venecia es, pues, una ciudad de agua, en el agua y por el agua; tal elemento es su origen y su destino. Muchos la auguran sumergida, compartiendo la suerte de la antigua Alejandría. Pero nuestro anhelo es verla perdurar como un raro paradigma en los remotos siglos futuros, para que aquellos hombres crepusculares se deslumbren con los destellos de los rayos con que irradiaron los mares ignotos las famas de la vieja República. Venecia perdurará como perdura Troya en la memoria última de la humanidad, con parejo ascendiente al de Atenas por un lado y al de Síbaris por su singular recuerdo. Venecia de agua, con el agua y para el agua; en sus multiples corrientes se inscribe su leyenda.
La vida veneciana más plena es la que transcurre en torno a los rios y canales: a través de sus cursos le llega la vida: sobre sus aguas se la concibe y sobre sus aguas fenece, transportado el ataúd sobre una fúnebre góndola. El rosado crepúsculo preside el contristado momento, o mejor la fresca mañana, mientras las aguas verdosas del fiume golpean pesarosas el desierto muelle de la fondamenta. En la iglesia gótica, rematados sus arcos con piedra blanca de Istria, resuenan rituales las campanas que, importunas, pretenden despabilar a la ciudad perezosa.
Por el rio dei Mendicantti, un remero enarcado impulsa la forma sutil de su góndola, mientras sobre sus mullidos asientos se celebra gozosa una pareja enamorada. En el aire, se recorta el vuelo de una gaviota de inflado buche que, al fin, se posa torpemente sobre una baliza. Las aguas del canal son fiel testigo de que todo pasa. Se pasará Venecia, como, también acaso, el sol oscurezca. ¿Nos quedará un recuerdo tal vez en esos cielos prometidos que no perecen?
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