Estoy leyendo en estos días la obra de Francisco Umbral donde evoca los tiempos míticos del Café Gijón. Porque el Gijón ha quedado en España por antonomasia como el paradigma de los cafés literarios. Allí se coció y se fraguó gran parte de nuestra literatura, entre cafés con leche y copas de anisette.
Pero el Gijón de entonces era bien distinto al del de ahora. Para empezar, contaba con una nutrida concurrencia que abarrotaba sus mesas, en medio de una atmósfera asfixiante de distintas calidades de humos de tabaco, emanaciones fisiológicas y otras exhalaciones líricas: diríase que su numen iba polinizando de cerebro en cerebro como un juguetón amorcillo, como esos algo cursis que se gastaba el Rosso Fiorentino. En una de sus noches de gloria, el Gijón era un hervidero, y las diferentes tertulias allí radicadas competirían entre sí sobre la calidad de sus debates, de tanta enjundia casi como los que tenían lugar en el Ateneo.
El libro de Umbral es un viaje por ese ya periclitado Madrid literario de los sesenta, frecuentado por tantas personalidades que hoy, desafortunadamente, han desaparecido. Frente al marmol de las mesas del café, uno podía tropezarse con Cela, Gerardo Diego, González Ruano, García Pavón y todo un largo elenco de novelistas, poetas, dramaturgos y cómicos, en una época en donde aún primaba la confraternización social y literaria. Hoy todo ese mundo ha desaparecido; la literatura se ha despojado de mucho maquillaje y poco le queda de ese confortador aditamento de la vanidad. Hoy las letras se han atrincherado tras los engendros tecnológicos del despacho, y ya solo se deja ver en el protocolo editorial, la firmas en los grandes almacenes y las ferias del libro.
En verdad, aquella vitalidad del Café Gijón hoy se ha extinguido. Aunque aún sobreviven nostálgicas reminiscencias en forma de retratos y onomásticas placas que cuelgan de sus paredes; también subsiste la convocatoria anual del premio de novela Café Gijón, galardón al que todavía tienta presentarse. Por lo demás, si hoy acudes al Gijón te encontrarás con un mausoleo casi vacio, al que su correcto servicio trata de preservar el prestigio perdido, manteniendo de punta en blanco el escenario inefable de esa España que se nos fue, y de una gloria literaria que, solo gracias a los libros como el de Umbral, logra sustraerse al olvido y al instrumento momificador del tiempo.
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