Eran los años inseguros de la primera juventud, esos durante los cuales el espíritu desnudo y virgen busca ávido realidades con que poblarlo. Pues por entonces era como un árido desierto inculto, de límites desconocidos, de orientación indecisa, urgido de lluvias fecundas que acaben convirtiéndolo en un vergel, o en un paisaje próspero, cubierto de grandes árboles, variedad de plantas, fértiles vaguadas y corrientes rumorosas y confortadoras, con fuentes tan refrescantes que, nacidas en los más inhópitos peñascales, llenen con su frío murmullo el remanso del bosque naciente. Ese espíritu busca, sobre todo, algo donde y con que saciarse; se siente árido, empobrecido, y es entonces cuando se lanza en pos de ese trigo que ve orear en los campos del mundo y trata de hacer acopio de los nutrientes esenciales que precisa su alma. Y fueron los prolegómenos de esta búsqueda los que me llevaron en su día a encontrar a Thomas Mann. Pero miento si aseguro que mi espíritu llegó virgen a este encuentro. Mi precocidad me había encaminado por los senderos de Nietzsche y Hermann Hesse; me habia familiarizado con su sello iconoclasta e inconformista, estremecido por ese mundo que latía, impreciso y tentador, entre lo atractivo y lo turbador, más allá del aprisco del bienestar burgués. En verdad buscaba esos mundos fatales, llevado de mis impulsos trasgresores, pero al llegar a Thomas Mann, al profundizar en su lectura, llegué a perdonarme mi conciencia burguesa. Me torné más consciente de mis propios límites y más conformista con mi realidad más latiente. Es seguro que este encuentro con Thomas Mann, me ayudó a madurar.
Leí por primera vez La Montaña Mágica en dos volúmenes de la colección Reno, de editorial Bruguera. Esta era una colección de consumo, cuyo catálogo contaba con títulos emblemáticos de gran éxito popular. Sin embargo, algo debía de terner aquella novela para que los editores le pronosticaran una buena acogida. Para quien comienza a leerla, sin contar a sus espaldas con un prolijo índice de lecturas, el primer capítulo le resultará algo gravoso, lento y demasiado proclive al detalle y la minucia; pero cuando el tren que, procedente de Hamburgo, transporta al ingeniero Hans Castorp llega a Davos-Platz, todo se transforma. El ingeniero se apea en ese remoto rincón de los Alpes para cursar una breve visita a su primo, Joaquin Ziemsen. Se instala para pasar no más de quince días en aquel aislado paraje, pero su visita se prolongará, fruto de la curiosidad y la indolencia, durante años que supondrán una etapa decisiva de maduración interior, de descubrimientos y renuncias, de aprendizaje bajo el magisterio de esos dos genios tutelares que son Setembrini y Naphta. Hay que hacer constar que, como lector, la novela obró en mi, a su vez, cierta clase de proceso, aunque acaso de otra indóle: me ayudo a amar más la literatura, que comenzó a significar en mi vida algo más que papel mojado.
El impacto de La Montaña Mágica fue tal, que me llevó a penetrar más en la obra del autor alemán. Mann comenzó a ocupar en mi vida un punto de referencia, añadiendo a mi personal discurso ese grado de coherencia que le faltaba, dejando hasta cierto punto a un lado mi fanatismo rebelde. Tal fue mi simbiosis que, durante el servicio militar, la puñetera mili, un compañero de fatigas y sinsabores, Tomás Ángel Gil París, de grato recuerdo, me tildaba con el curioso apelativo de alias Thomas Mann. Aquellos años rigurosos pasaron y ya no he vuelto a saber de aquel amigo, pero he permanecido fiel a la obra del escritor alemán. Su Doctor Faustus, Los Buddenbrok, Tonio Kröger, La Muerte en Venecia, etc, forman junto a La Montaña Mágica ese bagaje irrenunciable que precisa nuestro espíritu., como nuestro cuerpo urge del volumen esencial de aire para la vida.
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