En Oviedo, por esa barrera fonteriza que imponen sus montañas, se tiene la sensación de encontrarse hasta cierto punto aislado, enclaustrado en su provincianismo de arrecogía, como acaso así se sintiese Ana Ozores bajo las premáticas de su diocesis. Oviedo se deja querer, denotando esa tolerancia de ciudad amable, hospitalaria con el visitante. El asturiano es ensimismado, hasta orgulloso, aireador de su noble estirpe de Pelayo y alardeador de su pedigrí de godo; pero en ningún caso la sangre llegará al río, siempre y cuando este no sea el Guadalete. En su fuero, no encontraremos el desarraigo catalán o vasco y en ningún caso renegarán de España, porque ellos son España, la España más genuina.
Cuando yo llegué a Oviedo por primera vez, la ciudad seguía oliendo a heno fresco; su perímetro estaba invadido por el campo asturiano, con sabor a vaques, a sidra y a eucalipto; las brisa constantemente traía el olor leguminoso de la hierba tierna, la destilación humeda de la lluvia, que era casi constante. Se contaba con tener un hórreo cerca, el grasoso sabor de la leche recién ordeñada de algún caserio, la umbría ensoñación del bosque continental, la intrépida gelidez de las cumbres y la evocación de un paisaje incomparable que hablaba de saudades. En Oviedo transcurrí todo un año, no recuerdo cuál, pues hace más de treinta. Fue un periodo de penuria, afortunadamente con cierto carácter interino. Tuvo sus más y sus menos, aunque destacando en proporción más la resta. Tuvo sus humillaciones y sus exaltaciones; en cualquier caso el trepidar de una vida joven rezumante de esperanza, que ciertos títeres engalonados tenían tentaciones de coartar. El resultado final no fue muy halagüeño, pues llenó mi destino de incertidumbres y mi voluntad de hábitos alcohólicos.
Pero volvamos a Oviedo. La ciudad es grata de patear. En sus itinerarios nos acompañarán sus mil años de historia. Desde sus pedestales nos mirarán a la cara Pelayos y Fruelas, Alfonsos, Ramiros y Ordoños. Al rememorárlos, ensoñaremos una corriente vivaracha salvada por un puente, tal vez romano, del eje de cuyo ojo pende una cruz. Lo que contemplamos, no obstante, será la vieja capital Cangas de Onís, desbordante de memorias seculares. En Oviedo, claro está, tales calendas permanecen acalladas. Quedan reducidos vestigios de tales periodos, circunscritos a la catedral. De esa época dorada esplende de forma ejemplar la cruz de la Victoria, en la camara Santa, reducto de esa ciudad pionera que fundara Alfonso el Casto.
En la Oviedo de hoy se padece ese sosiego, algo monótono, de la vida desvaída de provincias; pero cabe contar con los placeres más inmediatos: por ejemplo, el del paseo tranquilo por la rememorada Vetusta de calles furtivas y adoquinadas, desde la plaza de la Catedral a la del Ayuntamiento. Antes de acabar el recorrido, entraremos en el bar-restaurante Sevilla, antiguo café Sevilla, para reconfortarnos con unas fabes con almejes y reponer fuerzas para continuar nuestro errático vagabundeo, que concluirá en la plaza del Fontán. Allí, admiraremos la Oviedo más tópica, remansada en los olvido de los lustros y temerosa de perder su conciencia pueblerina. Junto a ésta, abre sus puertas el vivo mercado, que da fe de su pintoresquismo gastronómico. Al volver a la claridad de la mañana, efectuadas una pequeñas compras, festejaremos a esa Oviedo serena y húmeda, siempre latente, llena de resonancias pequeñoburguesas y esquilas campesinas. Una llovizna pertinaz nos anuncia nuestra ubicación en el hemisferio de las brumas. En el celebre reloj de la Caja de ahorros tintineará el Asturias, patria querida...y el paseante podrá saborear esa quintaesencia de sentir Oviedo, mientras conduce sus pasos crepusculares hasta ese corazón umbroso y plácido que es el parque de San Francisco.
Entre su fronda, se ensoñará con la contingencia de otros muchos mundos posibles o con la ilusión de esta Asturias desbordada de paisaje bravío, a la que reclamamos un hueco para el descanso en su viejo reino.
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