penetro en la rutina de los cuartos
donde hay ventanas que anuncian
el telón desolado de la ciudad
con sus torres inexpugnables de ladrillo y cristal.
De cuando en cuando las ventanas se iluminan,
una sombra acaso ficticia irrumpe,
indica que alguien existe o hay
algo más que salas aisladas,
algo como aleteos de pájaros silenciosos,
el presagio de una presencia
o tal vez solo sea el amago de un resplandor.
En los cuartos suele haber una cama
casi siempre vacía. Sobre el colchón
un cenicero con colillas, una revista
o un libro abierto, además del silencio
que abruma con su espanto. Y quizás
sólo en lo remoto
entre sus sábanas arrugadas
y amargas de sudario
el indicio ofrecido del cuerpo desnudo de una mujer,
con los labios trémulos
otorgando algo que pudo ser amor,
o quizás fue el engaño de un recuerdo
que solo queda de cierto en la soledad,
en el ensueño de una plenitud que se fue,
entre el murmullo de unos labios exangües
que pronunciaron con ternura
la palabra compartir
en el entorno inerte
de una ciudad despoblada,
de un universo mudo
que aguarda desesperado
el verbo vivificador de Dios.
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