Llueve.
Las campanas de la Misericordia llaman a sus fieles.
La tarde despereza la melancolía del otoño:
luz indecisa de cielo nebuloso,
un presagio que estremece la arboleda de Quijano
mientras el viento mece en ráfagas crepusculares.
Las fuentes ya callan la sed ardorosa del estío.
Rasea un pájaro en el aire humedecido,
¿será acaso un vencejo o los frecuentes verderones?
Las calles se despejan,
temen la tormenta avecinada,
el madurar de las horas incoloras,
ese inaccesible secreto
de la multitud que aborda los tranvías,
que tímida busca en sus arrecogías
esa otra realidad que acontece adentro.
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