Uno de mis predilectos cuadros del Greco es su Trinidad. Se cuenta que esta inspirado en una obra de Durero, artista que tuvo una importancia decisiva en la iconografía renacentista y dejó su huella más eminente en esa melancólica Nuremberg, ciudad de iglesias y gremios, a uno de los cuales perteneciera el mítico maestro cantor Hans Sachs. Conviniendo que toda influencia es bien admitida y resulta incluso enriquecedora, cabe al artista sin embargo la libertad en su interpretación. En su Trinidad el Greco resuelve a su maniera el conjunto, y en él se nos habla de sus otras muchas influencias, en este caso italianizantes. En el cuadro se observa una marcada emulación miguelangelesca. Contemplándolo diríamos que nos encontramos ante una de sus "piedades", si no fuera porque ese cortejo disímil de ángeles nos lo desmiente abiertamente. No fue el maestro florentino un buen diseñador de estos seres celestes, pues se contentaba con la terrena musculación de sus gnudi , que con gran profusión hacen de bisagra para su gran obra en la capilla Sixtina. Presencias angélicas para las que el Greco en cambio denotaba gran versatilidad. Pero es, sin embargo, en el Cristo donde se nos revela esa gran impronta manierista, en boga cuando el maestro de Candia convivio con otros colegas asiduos al palazzo Farnese de Roma. Allí se empapó el cretense de todos los postulados del genio de Caprese, como queda patente en el gran Cristo, cuya forma serpentinata era tan del gusto de Miguel Ángel como de sus seguidores acérrimos, los manieristas.
Todo en el cuadro es una delicia: desde la transida majestad del Padre al sugestivo escorzo del Jesús yacente, pasando por la polícroma agitación del cortejo arcangélico hasta alcanzar la gracia cenital del Santo Espíritu envuelto en esa gloriosa luz dorada, cuya radiación llena de intensidad el mensaje del cuadro. En verdad, fue una suerte que don Diego de Castilla trajera al cretense de Italia, en esa época en que todo joven artista trata de emular, y aun de superar, a los grandes maestros reconocidos. En la Trinidad el Greco seguramente desborda el hieratismo de Durero y Miguel Ángel, dejando que rebose el gran lazo de divina humanidad entre padre e hijo, donde el primero aun reconociendo necesaria la ofrenda, no puede ocultar el amargo dolor por la suerte de su vástago.
No sé lo que pensarían o sentirían las monjas de Santo Domingo el antiguo al contemplar desde la capilla, en sus horas de misas, rezos y novenas, la cúspide de ese brillante retablo que les legó el Griego. Pero lo que es yo, al observar el pequeño cuadrito que cuelga sobre mi despacho, no puedo evitar entre los muchos deleites un estremecimiento.
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