A Eulogio los pensamientos se le iban de las mientes como, de los dedos, peces escurridizos. Cuando parecía que discurría sensatamente, ahí asomaba el dislate, la medio solapada paranoia que él creía a pies juntillas. Porque por tal incoherencia se sentía acosado, perseguido por inclasificables potestades que accedían desde la lejana memoria hasta el misterio de sus entretelas.
Eulogio era viejo, incapacitado(tenía amputada una pierna por encima de la rodilla), y nada ramplón. Aquella supresión de un miembro lo había vuelto reflexivo, lector y algo poeta. Su personalidad como la de cada hijo de vecino poseía varias facetas, que en la mayoría de los hombres son dos: una, por la que nos conocen los demás y esa otra, interna, en la que nos desconocemos. Preocupado por resolver esta ignorancia, ese discurso deslavazado del espíritu, había vuelto sus miras hacia Dios. Y como el que busca encuentra, un día tropezó con unos enviados que le abrieron la palabra del Creador de par en par. No tardó Eulogio en integrarse en aquella nueva hermandad que le proponía el abrazo evangélico y la seguridad de descorrer ese velo que preservaba el misterio del mundo. De la pluma de Reina y Valera reconoció a ese Jesús que mitiga la sed insaciable que despierta la oscura voluntad del mundo. ¿Y quién por apartar la angustia de sus sombras, por escapar del laberinto de su limitación, no se aferraría a esa mano tendida, perseguiría ese lucero que alumbra el camino en donde no se tropieza jamás?
Siempre se escuchaba a Eulogio orar con eco inflamado, asistir con asiduidad a las celebraciones semanales, después de públicamente haber aceptado a Jesús en su vida. ¿Sería Jesús ese amigo que lo libraría de ese terror ubicuo de sus sombras?
La vida de Eulogio se remontaba a setenta y siete años atrás, siendo jefe de gobierno don Antonio Maura. Sus años infantiles se resintieron de la carencias de la época, sobreviviendo inane a la dictablanda de Primo de Rivera. Llegó la república y se desató la guerra civil. Mauser en mano sobrevivió a las trincheras del Ebro. Tras la derrota del frente popular, purgó su inquina fraticida tras los muros de la prisión de Zaragoza. En sus mazmorras se licenció en el arte de la lidia; bien supieron sus cueros de la tauromaquia de Joselito y Belmonte. Una mañana, traspasó los austeros arcos hasta la claridad del día, que descubría los dulces azules de Mayo sobre extensos vergeles sin acotar. Por fin, ¡la libertad! Pero, ¿a qué precio?Como no sabía que hacer con su vida y no lo esperaban ya mujer ni hijos, se enroló en un carguero con bandera griega. Navegó de mar en mar, de continente en continente. El vagabundeo y el viento oceánico suturaron sólo sus heridas exteriores.Y así, un buen día, escondiendo tras su broncínea piel las lesiones morales, volvió a la patria. Aunque aun gobernaba el viejo dictador, el hierro de su política se había reblandecido. Por el concurso de unos conocidos logró un empleo como ferroviario. Circunstancia que dispuso su destino, pues en un descuido cayó bajo las ruedas de un vagón. Perdió una pierna, y acaso algo más, pues se le trastabilló el juicio. Su desolación perduró hasta que le acoplaron una pierna ortopédica. Fue por entonces cuando Eulogio, sin fe y con una pierna falsa, debió ingresar en la corte de los milagros de Alcázar. En realidad, no se conoce quiénes componen esta cofradía, pero continúan congregándose aun desde los tiempos de Monipodio. Cuando la economía de Eulogio se resentía, despojaba el muñón de su pierna y recorría las ferias obteniendo pingües beneficios con solo extender la mano pordiosera. A su regreso a Alcázar, ciudad en no se sabe por qué había fijado su residencia, buscaba una pensión discreta, con apariencia de hogar, y en la que fuera bien atendido y no pudiera ser descubierto por los servidores de las sombras, que siempre avizores le seguían la pista. Y allí, en la penumbra de su alcoba. leía y releía los Salmos, y se consolaba con frases tales como "el que habita al abrigo del Altísimo, morará bajo la sombra del Omnipotente" o "aunque un ejército acampe contra mí, no temerá mi corazón. Aunque contra mí se levante guerra, yo estaré confiado..? Porque no dudada que en tales versículos persistiría la luz, esa claridad de día que nos ilumina a nosotros, ciegos, y que por el sortilegio propio de su verbo se le tendería las única mano de salvación posible, aunque tras de sí se cerraran las puertas sin retorno ni huida de las tinieblas.
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