La atmósfera de
Phoenix se habia vuelto insoportable, pese a sus días secos, a la
pureza de su cielo de cobalto impoluto, apenas mancillado de cuando
en cuando por una nube insólita. Mae estaba acostumbrada al calor,
hasta en esos días de calima enturbiados por el polvo del desierto;
acostumbrada también al provincianismo indígena de esa sociedad
estrecha y algo pacata, solo atenta a las comidillas comarcales.
Hasta dentro de casa había penetrado la monotonía de ese paisaje
agraz, de lomas calvas y arbustos calcinados, donde bajo el
implacable sol se tuestan los lagartos y la víbora cascabel. A
través de su ventana, veía el encuadre invariable de esa fachada
impersonal en una calle no muy transitada del suburbio, en cuyos
bajos abre su store el judío Epstein, con su extraña clientela de
pielesrojas y orientales. En verdad, no encontraba en los rincones de
su casa paliativos con los que remediar la aspereza de la vida en
Phoenix, su vida estéril, limitada a los áridos momentos en el
despacho de Seguros Sunrise, una vida ligada en tantos sentidos a las
vicisitudes de esa agencia presidida por Gaspar Gosling. Porque uno
suele rodearse en casa de esos objetos tan llenos de significado que
hacen olvidar la cruda indiferencia que nos dispensa la ciudad. Una
ciudad de todos y de nadie, que quizá haya servido de telón de
fondo para los momentos más cálidos de nuestra existencia, pero que por
lo común se muestra anónima, marco impasible de nuestro naufragio.
No encontraba acomodo en
esa soledad invariable de la casa; nada le decían ya sus muebles, ni
sus cuadros, adquiridos en algunas rebajas, ni la luz filtrada por
los blancos cortinajes que la protegían de la mirada indiscreta de
la mujer que venía de la compra, de los automovilistas que
fisgoneaban mientras esperaban el cambio de disco en el semáforo,
del indio borracho que, perdido el pudor, buscaba el rastro de
cualquier mujer que alimentara su salacidad. Se ahogaba en aquella
casa de soltera, esa casa que alquiló cuando abandonó el hogar
familiar, cerca de la fontera mexicana. En ella habia vivido una
dilatada juventud, a las puertas ya de una madurez incierta. Incierta
porque no se la imaginaba como una prolongación de sus días
actuales, sin mudanza, iguales unos a otros, donde la vida se sucedía
invariable, como un lánguido vegetar, análogo a las lomas yermas e
indiferenciadas del desierto. Era bien cierto que la atmósfera de
Phoenix la ahogaba. Sabía que no resistiría mucho en ese ambiente.
Oportuna le parecía la carta de Florence desde Frisco. En ella le
recordaba su nueva situación de divorciada, de mujer sola con un
hijo de diez años a su cargo, haciendo frente a una ciudad que día
a día se ponía mas difícil. Le hacía ver cómo la compañía de
una mujer soltera como Mae le serviría de gran ayuda, en tanto que
juntas, como dos leales hermanas, podrían hacer frente a las
dificultades cotidianas. A Mae, compartir la vida con su hermana le
parecía un paso atrás, un extraño compromiso que no podía ser
duradero. Basaba sus consideraciones sobre todo en el hecho de que
entre ellas, desde bien niñas, habían existido sus diferencias.
Florence siempre había sido la mayor, pero a Mae nunca le había
gustado seguir a remolque. Siempre fue celosa de su independencia y
se temía que la convivencia entre dos caracteres tan dispares no
podía prosperar. Pero tampoco podía hacer oídos sordos al mensaje
de su hermana que, por primera vez, la reclamaba , solicitando ayuda.
Florence no había
llegado a terminar sus estudios cuando anunció su compromiso
matrimonial con Marcus Dogherty. No se demoró en abandonar la aldea,
la modesta vida familiar que giraba en torno al taller mecánico de
papá. Florence y Mae si hubieran sido chicos quizá hubieran
permanecido en la aldea, heredando el negocio familiar. Pero su
condición de mujeres las impulsó a buscar horizontes bien
distintos, que nada tenían que ver con motores y grasa de
automóviles. Unos horizontes que se los hacían presagiar los muchos
viajeros que paraban en el taller a repostar y que normalmente hacían
la ruta de Sonora a Phoenix, atravesando la frontera. Florence tuvo
más suerte que Mae, pues conoció a Marcus, que se la llevó a vivir
a California. Mientras que Mae, que permanecía soltera, cuando tuvo
ocasión de desatar sus lazos, sólo pudo afincarse en Phoenix, una
ciudad que la recibió como a la tímida provinciana pero no
precisamente con los brazos abiertos. Mae tuvo que luchar duramente
para asentarse como era debido en aquella urbe hostil y no regresar
como fracasada a Drycannion. Pero ahora ya estaba tan harta de la
ciudad como de su vida. Se encontraba en uno de esos momentos en los
que urgía tomar una decisión que llevaba meses aplazando.
Oportunamente habían llegado, pues, la carta de Florence y las
fechas veraniegas de las vacaciones. Seguros Sunrise cerraba sus
oficinas durante tres semanas, período que le serviría para visitar
a su hermana y recapacitar, e incluso tomar una decisión sobre lo
que en adelante haría con su vida, una vida en la que nunca había
visto claro un norte preciso.
Había dejado de sobra
informado a Gosling de cuáles eran sus intenciones, mediante una
nota bien a la vista en la mesa de su despacho. En ella hacía
hincapié en su propósito de ir a visitar a su hermana en Frisco, de
donde intentaría regresar a tiempo de reintegrarse a su trabajo.
Precisaba también que necesitaba una temporada de soledad para
reencontrarse a sí misma. Lejos de Phoenix, en un ambiente
diametralmente distinto. Confiaba en que Gosling comprendería, pues,
en cualquier caso, era un tiempo que le debía la empresa. Acaso no
había dado a Sunrise insurance, corp...años de intenso trabajo y
prestado servicios inestimables al propio Gosling. En la balanza de
las lealtades debía pesar sobre todas esta circunstancia.
Mae mascaba ese ambiente
relajado de los días en que no tenía que ir a la oficina. Como
presumía los largos períodos de asueto que le restaban, se sentó
en su sillón favorito para fumar un cigarrillo, sin pensar en más.
Las sensaciones que entraban por la ventana eran de sosiego, se
respiraba la indolencia de un día festivo. Los escasos viandantes
que pasaban frente a su ventana eran los habituales domingueros: Mr
Murphy, llevando a su nieto de la mano, en dirección al parque; Mrs
Alice paseando a sus diminutos chiguaguas; Daniel Tomkins trasladando
en su camión listones y tableros hasta su carpintería, que mantenía
abierta hasta en domingo, día que por ser cual era, también
contemplaba un pequeño rosario de fieles que llegaban rezagados al
culto en la iglesia presbiteriana. Ceremonias a las que durante sus
primeros años en Phoenix, ella también habia asistido. Hizo buenas
migas con el reverendo Nicholson, pero luego todo se enfrío.
Entraron ciertos hombres en su vida, y no pudo por mucho tiempo
mantener una doble moral. Podía prescindir de asistir los domingos a
la iglesia, pero no podía resistirse a la fuerza de algunas
pasiones.
Mae aplastó el
cigarrillo en el cenicero. Estaba decidido que se reuniría con
Florence en San Francisco y debía hacer los preparativos. Se dirigió
a su cuarto. La habitación estaba ordenada: la habia adecentado poco
después de desayunar. Aún persistía la fragancia a lavanda del
ambientador, junto a la brisa que se filtraba por el mosquitero de la
ventana entreabierta. Se plantó frente al armario empotrado y
descorrió la puerta, que opuso cierta resistencia. El roce con la
suela de un zapato de hombre la iba frenando. Tuvo que reconocer que
él, como todos los hombres, era un desordenado. No cabía más que
comprobar la negligencia con que colgaba sus trajes. Miró la ropa
con el sentimiento de que una contrariedad se había inmiscuido en
sus emociones. Hasta su olfato llegó el peculiar olor que despedían
los trajes y sintió cierta vergüenza por sentirse atrapada en
aquella negligente esclavitud. Divisó la gran maleta en la leja de
arriba y se puso de puntillas para poder alcanzarla. No sin
dificultad, logró colocarla sobre la cama. Mostraba señales de su
anterior viaje, exactamente los precintos de un último vuelo.
Al cabo de una hora,
había embutido con ropa dos maletas y el maletín de mano. Aunque
pensaba viajar hasta San Francisco en su propio Chevrolet, tres
bultos le parecieron excesivos. Apenas cabrían en el maletero, y
además su estancia en casa de Florence no sería eterna. Dos semanas
pasan volando, y en una maleta y el maletín cabían las mudas
necesarias para tan corta temporada. Volvió a deshacer una de las
maletas y a ordenar la ropa en el armario. Con el trajín, se le
había abierto el apetito. Habían dado ya las dos, medía hora de
demora con respecto de la que diariamente acostumbraba a tomar su
lunch del mediodía, siempre que no surgiera ningún imponderable en
la oficina y tuviera que posponerlo a horas más ingratas. Se le
hacía raro tomar el almuerzo en casa, en la quietud del hogar, esa
quietud que por lo general se transformaba en una apesadumbrada
monotonía. La quietud de hogar y su solitario silencio. Muchos le
habían recomendado el matrimonio como receta para superar esa losa
pesada de la soledad, pero aunque había conocido algunos hombres
nunca se había decidido a afrontar la seriedad de ese paso. Convenía
en que vivir sola no era la solución. Pero, ¿dónde estaba ese
hombre idóneo con quien compartir la vida? Cuando no podía soportar
más el sepulcral silencio de la casa solitaria, ponía un poco de
música. Le daba igual que fuera clásica o moderna siempre que
sirviera como agradable banda sonora de fondo. La vida tenía esa
desventaja con el cine: en los buenos momentos siempre faltaba esa
apropiada cuña musical. Ya que en los malos, cualquier musica
resulta deleznabable, aun la del mismo Chopin.
Mae meditaba estas
cuenstiones mientras masticaba el sanwich, del cual le desagradaba la
lechuga, un tanto pasada. Debía haber prescindido de ella, pero ya
era tarde. Se limitó a añadirle más mayonesa para engañar el
sabor. Con las maletas ya dispuestas-pensaba-, poco le restaba por
hacer en aquel día de vísperas, además de dejar pasar las horas
atendiendo solo a las más triviales necesidades. Se acostaría
temprano, a fin de emprender el largo viaje apenas amaneciera. Había
que aprovechar las primeras horas, antes de que el sol de mediodía
castigara con su tórrida inclemencia. Entonces no cabía otro
remedio que parar en algún motel o restaurante de la ruta y esperar
las horas más bonancibles de la tarde, cuando la brisa refrescara y
las primeras sombras de la noche aliviaran los polvorientos caminos
del norte de Arizona y del sur de California. Decidió que convendría
dar una última revisión al automóvil y asegurarse de que el
vehículo se hallaba en condiciones de emprender tan largo viaje.
Todo debía estar en orden, pues aquella misma semana lo había
llevado al taller de San Shephard para que le hiciera un revisión a
fondo, advirtiéndole de la dura prueba que esperaba al Chevrolet.
Tras encender la luz del
garaje, que además de utlizarlo para guardar el coche le servía de
trastero, procedió a una somera inspección del vehículo, dentro de
lo que su casi absoluto desconocimiento de la mecánica le permitía,
siendo como era hija de mecánico. Pero ya se sabe: “en casa del
herrero...” Comprobó la presión de los neumáticos a ojo de buen
cubero, los niveles de agua y aceite y el buen funcionamiento de los
limpia. Repasó todos los objetos reglamentarios que suele demandar
la policía cuando te detiene en la ruta, y verificó que todo
estuviera en orden. Luego, puso el motor en marcha y escuchó durante
un buen rato su rugido acompasado. Podía estar tranquila, el motor
se comportaba como la maquinaria bien engrasada, con un rodaje
uniforme y silencioso. Cerró el capó, dejándolo caer con un golpe
seco y, tras apagar el contacto, se dispuso a salir del garaje, no
sin antes advertir con cierto disgusto la variedad de objetos
inservibles que se habían ido acumulando entre el desorden y el
polvo. Decidió que cuando volviera de Frisco se encargaría de poner
un poco de orden en aquel negligente caos, labor totalmente
infactible durante los períodos de trabajo, cuyo escaso tiempo libre
debía dedicar a mil y una cosas mas urgentes y necesarias.
Mientras cruzaba la
acera en dirección a la casa, saludó a su vecina, Constance
Walthers, que regaba las rosas de su pequeño jardín, lindante con
el store de Epstein, como quien cultiva un tesoro. Mae se dijo que
aquella ociosidad solo era posible en una mujer que tuviera marido.
Para ella, que tenía que atender las exigencias de un trabajo y por
añadidura todos lo tiquismiquis de una casa, la botánica resultaba
una ocupación de priviligiadas. Solo de uvas a peras podía dedicar
un tiempo para regar las pocas plantas que mantenía en la terraza.
Al entrar en casa, se plantó hasta la ventana del salón y contempló
durante un buen rato el quehacer feliz y minucioso de la vecina, a la
que pronto asediaron los juegos de sus hijos, todos con el flequillo
rubio cortado en ángulo recto y un polo a rayas, arrastrando el bate
de baseball el mayor de ellos mientras los pequeños se lanzaban la
pelota y la atrapaban con gran pericia con el guante. Mae se
convenció de que no era mujer para soportar semejantes algarabías,
el loco zafarrancho de los niños. Por un momento se consideró
afortunada por no haber tenido hijos.
Cuando volvió a
recuperar la tranquilidad solitaria de la casa, Mae se preparó un té
y puso en el giradiscos un vinilo de Sinatra. Aquel disco le evocaba
los momentos románticos, casi todos perdidos. Momentos que mientras
se dieron parecían eternos pero que luego se perdieron como el vuelo
fugaz de un pájaro. Reconocía en la voz de Sinatra ese matiz de
añoranza, la condición de ese instante que somos e irremisiblemente
pasa. Mientras la cálida voz de Frank lamentaba acaso un amor
perdido, Mae contemplaba desde el umbral de su habitación las
maletas sobre la cama, recordando el viaje que en breve emprendería.
Y comprendió que en la vida nos pasamos preparando un viaje tras
otro, hasta que finalmente emprendamos el viaje definitivo, del que
nunca retornaremos. Aquellos pensamientos le parecieron demasiado
lúgubres, y regresó al salón, con la taza de té aún en la mano.
Las horas de la tarde
pasaban lentas; en la calle se notaba el peso demoledor del sol, que
ya empezaba a declinar. Hasta su soledad llegaban los ruidos
esporádicos y tediosos de un domingo estival: el paso bronco de
alguna camioneta que hacia resonar la plancha de hierro que cubría
el hormigón de una zanja en obras, la gritería lejana de los niños
jugando en el parque, el timbre obstinado de las cigarras, el ruido
de un taladro tras el tabique de la casa contigüa o el gluglu
espaciado del deposito del retrete. Sintió próximos todos aquellos
sonidos porque el disco de Sinatra había acabado y giraba inestable
en el eje del giradiscos. Desconectó el aparato y guardó el disco
en la funda de cartón; y de nuevo se sintió envuelta en ese
sosegado rumor de la tarde que tanto invitaba a la indolencia, a
dejar volar los pensamientos sin orden preciso, sin la necesidad de
una respuesta inmediata.
Acostumbrada a pasar las
últimas tardes de domingo con él, mediante la coartada de una
imaginaria partida de poker con los amigos, se le hacia bastante
cuesta arriba el tránsito de aquella tarde sin su presencia. Echaba
de menos su conversación, aunque tantas veces fuera trivial y
reiterativa; asi como también los momentos en que hacían el amor,
no siempre satisfactorios, y , sobre todo, ese extraño instante en
que se sentía como desvinculada del curso de la vida, mientras ella
fumaba en la cama y él se purificaba en la ducha. Después de
vestirse, mientras se ajustaba el nudo de la corbata frente al
espejo, y él volvía a representar al probo Gaspar Gosling, gerente
de Sunrise seguros..., comentaban alguna habladuría del día, la
vicisitud de algún amigo en común, y luego se despedían. Así
durante un domingo tras otro.
Mae no era de esas
personas que exigían mucho de la vida, por eso casi se conformaba.
Los golpes recibidos habían ahormado sus esperanzas y mantenía una
actitud bastante inhibida ante cualquier prometedora expectativa de
la existencia. Por eso recibió con cierta cautela cuando él le
comunicó su separación de Nora Roberts, su mujer. Hubiera creído
que aquella situación podría ser duradera, sino exitiera el lazo
tan consistente como inconveniente de los niños, que hace perdurable
a toda pareja a pesar de los años. Pero lo cierto era que durante
los últimos meses lo había gozado para ella sola, despertando junto
a él durante muchos días entre semana, ya no sólo los domingos. El
no se había decidido ha instalarse en su casa, porque tal vez fuera
contraproducente para lo del arreglo del divorcio. Pero, si lo había
tenido tan a menudo desde que dejara a Nora, por qué no creer que la
nueva situación pudiera prolongarse definitivamente. Aunque lo
cierto es que él se había marchado, de repente. Dijo que necesitaba
tiempo para reflexionar; que se hospedaría en el club hasta que su
mente volviera a estar clara. Hacía dos semanas de eso. Y en todo
ese tiempo, solo se habían visto en la oficina; la última vez dos
días antes de cuando Mae entró en su despacho para depositar sobre
su mesa la breve nota con la noticia del viaje que se disponía a
emprender, por compromiso con su hermana Florence.
Porque en la oficina
“él” se comportaba con la frialdad con que se sobrelleva una
relación laboral. Sin dejar ningún resquicio sentimental por donde
los empleados de Sunrise insurance, corp... pudieran sospechar
su secreta relación. Su única conversación había versado sobre
cuestiones puntuales de trabajo. Desde entonces, no se habían vuelto
a ver ni tan siquiera telefoneado, aunque Mae pesentía que el
teléfono sonaría de un momento a otro; por eso se acomodó en el
sofá y encendió la televisión. Escuchó las noticias sin prestar
mucha atención: el locutor informaba algo sobre un tornado en
Oklahoma; y adelantaba, luego, resúmenes sobre los resultados de
alguna encuesta sobre las próximas primarias, que auguraban
prudentes cambios coyunturales para que nada cambiase en
Norteamérica, etc, etc. La televisión habla de un mundo al que no
pertenecemos, y tal vez nunca perteneceremos; porque acaso sea un
mundo inexistente, creado por la conveniencia periodística. Por
fortuna, tras concluir el noticiario no echaron una de esas horribles
series que muestran un extraño ingenio, capítulo tras capítulo, y
que concluyen con el patético “continuará”, sino que
proyectaron una vieja película de Wayne, en la que indios y charros
eran abatidos por el furor de su revolver. Como siempre, con el
mítico trasfondo del Monument Valley.
Mae no llegó a
terminar la película, la vencía un primer sueño y el teléfono
permanecía mudo. Apagó el aparato y se levantó del sofá antes de
que el puntito blanco se hubiera desvanecido. Comprobó que todo
estaba en orden en la casa, apagó las luces, y se acostó. Tras un
ligero sueño, la desveló cierto desasosiego por el viaje que se
disponía a emprender. La dominaba la inquietud, las ansias de verse
conduciendo por esas rectilíneas carreteras, a través del desierto.
Encendió la luz y miró el reloj despertador; eran todavía las
cuatro. Las sábanas se le hacían molestas, y no encontraba la
postura adecuada para conciliar otra vez el sueño. Lo que siguió
fue una ingrata duermevela, en la que el tiempo cobraba una
abrumadora densidad. Los minutos no pasaban. No podía dormir, pero
era una tontería levantarse y aguardar impávida como una lechuza el
trascurso de la noche. Por fin, la invadió un leve sopor. Se notaba
transpirar. No dormía pero a sus pensamientos se yuxtaponía una
ensoñación tan real como una vivencia. Se veía inmersa en la
actividad de la oficina. De pronto, por el dictáfono oía la voz de
Gosling, requeriéndola. Cogió papel y lapiz y acudió con
prontitud. Ya dentró del despacho sorpendió a su jefe volcado sobre
la gran mesa. Debajo de sí se desperezaba el cuerpo desnudo de una
mujer; la llamaba Nora, pero no era Nora. Mae recobró la
consciencia. En las tinieblas escuchó el tictac del reloj. Incómoda,
apartó las sábanas y se sentó sobre la cama. Eran las cinco y
media. Creyó que era una buena hora para empezar a asearse. Entró
en la ducha y sintió la grata sensación del agua caliente. Su
cuerpo se relajó con el constante resbalar del tibio fluido por su
cuerpo. Cuando terminó, secó su corto pelo con el secador de mano,
y envuelta en una gran toalla blanca fue a vestirse en su habitación.
A las siete, tras el
desayuno que tomó con cierta desgana, estaba lista para iniciar el
viaje. Antes de abandonar la casa comprobó que puertas y ventanas se
hallaban bien cerradas, con un hermetismo que disuadiera de la
comisión de cualquier robo. Cargada con la maleta y el maletín de
mano se dirigió al garaje. Se detuvo en el portal, para comprobar si
había algo en el buzón. Y en efecto, lo había. Era un sobre
comercial sin timbre ni remite. Creyó que se trataría de una
propaganda de algún chapucero de la barriada, uno de esos que te
cobran veinte dólares solo por el desplazamiento, y la guardó sin
leerla en un bolsillo del vestido. La calle estaba desierta; en
conciencia creyó que ningún vecino se percató de su marcha. Le
parecía duro partir sin una despedida, aunque se tratase de la
indiscreción de señora Walthers, a quien pediría el gran favor de
vigilar su casa durante su ausencia. Se le hacía ingrato partir sin
dejar nada atrás; cuando alcanzara la carretera sería perfectamente
consciente de que en realidad nada irrevocable la unía a Phoenix.
Mae colocó su equipaje
en el maletero, subió a su Chevrolet y accionó el contacto. Puso la
marcha atrás para salir del garaje y pronto se vió reculando en la
calzada. Mientras partía no olvidó echar un último vistazo a la
casa. Ésta podía decirse que no era un hogar, pero era el único
nido que tenía. Era como aquella cobacha que construyera en el
jardín de la casa de sus padres, durante su infancia. Solo allí
podía sentirse a salvo de las tempestades familiares. Mae sabía que
volvería a aquella casa suburbial de Phoenix, pero al partir sintió
que algún lazo se desataba, sin saber exactamente cuál.
No tardó en salir de la
ciudad, por la carretera del norte. Al fin, el largo y rectilíneo
tramo de asfalto y un paisaje semidesértico a su alrededor. A Mae le
gustaba conducir, aunque era la primera vez que emprendía un viaje
tan largo. En cualquier caso, estaba dispuesta a llegar a Frisco,
fueran lo duras que quisieran las etapas. Por aquella carretera
solitaria, no tenia más compañía que la radio y el rumor de fondo
del motor, que de momento respondía a la perfección. El viento que
entraba por la ventanilla levantaba el cabello de sus sienes. Poco a
poco, conforme maduraba la mañana, el peso del sol empezó a dejarse
sentir. Tras una parada corta en una estación de servicio, como a
eso de la doce paró para comer. Era un restaurante del camino, cuyo
menú no daba mucho donde elegir. Comió de lo que había y se
proveyó de agua suficiente para el viaje. Aquella tarde condujó
hasta que su cuerpo le dijo que no podía más. Como a las cinco se
detuvo en un motel y tomó una habitación. Llevó consigo las
maletas, para mantenerlas a buen recaudo, pues en lugar tan apartado
no se sabe lo que se puede encontrar: había oído habladurías sobre
implacables buitres de la ruta, capaces de robarte el alma si te
descuidas. Como en aquella habitación el calor era asfixiante, se
despojo del vestido, quedando solo en ropa interior. Mientras
manipulaba la prenda de la que se había despojado, reparó en la
carta que aquella mañana sacara del buzón. Era un comercial sobre
blanco con ventanilla, donde venía escrito su nombre a mano. Al
analizar detenidamente la grafía, la letra le pareció familiar.
Sentada sobre la cama, abrió el sobre, desplegó el papel de carta y
leyó. Era una reseña de Gaspar Gosling, que decía lo siguiente:
“He reflexionado
mucho y he decidido volver con Nora. He tomado esta decisión porque
en mi interior no encuentro argumentos con los que dilculparme ante
los chicos. Todo este tiempo he echado algo en falta, y he averiguado
que se trataba de Nora y nuestra vida en familia. Cada mañana, al
levantarme, sentía como el peso de una culpa y era que mi corazón
me decía que seguía queriendo a Nora.”
Suerte, Mae.
Mae quedó un largo rato
atónita, sin saber qué decirse, sin encontrar la forma de encajar
el golpe. Leyó y releyó una y otra vez aquellas letras, sosteniendo
el pliego sobre las rodillas. Un sentimiento de soledad ensombreció
su rostro. Recorrió con lágrimas en los ojos el cubículo de aquel
motel perdido en la soledad del desierto, sus muebles desvencijados,
sus verdes continajes, su ventanal ciego; posó su vista en las
maletas, que ya solo suponían un oneroso equipaje que había que
arrastrar, a través de una realidad sin significado. Reconocía su
vida como esa pregunta sin respuesta, su pasado baldío, su porvenir
incierto. Se sintió desgajada del mundo, como si a nada ni a nadie
perteneciera. Mae había llegado a ese punto en el que, para todo ser
humano, la carrera de la vida se derrumba y el mundo se presenta en
toda su crudeza, y ya solo nos queda la exactitud de la muerte y la
esperanza ausente, que ya jamás reverdecerá. Era como si Dios se
hubiese desvanecido en su interior.
Cuando ya avanzada la
mañana reemprendió el viaje, su viejo Chevrolet se perdió en la
vastedad de America, disipándose en una lontananza que tibubeaba
bajo el sol como un espejismo.