Algo hemos andado en occidente hasta reconocer en la tolerancia nuestra virtud. Contra ella se posicionó el gran filósofo de occidente, Platón, reconociendo en la democracia todos los males que pueden erosionar la convivencia política. Platón era un idealista en cualquiera de sus sentidos, por eso postulaba para su propuesta política un régimen de perfección. Su meta era el bien supremo, pero la naturaleza humana se haya poco dotada y predispuesta para alcanzar tal fin. La razón nos convence de que tal posibilidad puede ser probable, pero nuestra voluntad voluble echa por tierra una y otra vez tal entelequia. Quizá en ello resida el porqué en ese régimen imperfecto, el democrático, encuentre acomodo la variable naturaleza del ser humano. En esta democracia no excluyente es donde nuestros contradictorios apetitos encuentran satisfacción y cuyo ejercicio nos ayuda a considerar, lejos de la contumacia o el defecto, que acaso sea en el aristotélico término medio donde el hombre reencuentra su equilibrio, su salud. Gracias a ese sucedáneo de libertad democrática podemos engrandecernos con el Tanhauser de Wagnner, al tiempo que nos conmovemos con Las alturas de Macchu Pichu de Neruda. Podemos extraer lo positivo de cada ideología sin embrutecernos en el hibris de su implantación.
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julio 2016
Venecia, la ciudad que enamora
Creía relativamente superado el tema de Venecia. Por un tiempo la ciudad parecía haber permanecido muda a mis inquietudes. Parecía haber agotado sus resortes para fascinar. Nuestro idilio fue duradero, acaso superior a una década. Durante mis visitas busqué todo aquello que la ciudad me quisiera contar. Descubrí muchos de los secretos ocultos al visitante esporádico u ocasional. Rebusqué en sus rincones, veneré sus piedras, fui devoto de sus iglesias, cortesano de sus palacios, diletante en sus museos, pasajero en sus embarcaciones, vedutista empedernido de sus vistas, historiógrafo de sus hazañas. Me sentí colmado con todo cuanto la ciudad me había ofrecido, ahito de su belleza singular, del compendio artístico de sus palacios, de sus iglesias, de sus puentes, de sus campi, de cada uno de sus tesoros incomparables.
Pero es grato reconocer que tú, Venecia, como un ente vivo te renuevas, amaneces distinta, nos vuelves a seducir con tus tesoros privados que, sin saber cómo, habían evadido nuestra curiosidad. Y hoy, al hojear un nueva guía, descubro secretos que pudorosamente me habías escondido, bellezas extrañas que escapan a tu recato, variedad de riquezas que llaman a ser admiradas, y ante mis ojos se conforma ese milagro inconcluso de tu fascinadora seducción.
Deberá repetirse el día en que vuelva a perderme en el dédalo embriagador de tus calles, que vuelva a recorrer tus canales al acompasado vaivén del gondolero, buscando ese secreto último de tu alma, aunque en el fondo sepa que será una tarea vana, pues tus bellezas y tesoros son inagotables, y acaso nos aguarden al torcer cualquiera de tus esquinas, en la sacristía olvidada de alguna iglesia, o tras el vitral de esos ojos góticos o bizantinos que miran impertérritos al Gran Canal.
Pero es grato reconocer que tú, Venecia, como un ente vivo te renuevas, amaneces distinta, nos vuelves a seducir con tus tesoros privados que, sin saber cómo, habían evadido nuestra curiosidad. Y hoy, al hojear un nueva guía, descubro secretos que pudorosamente me habías escondido, bellezas extrañas que escapan a tu recato, variedad de riquezas que llaman a ser admiradas, y ante mis ojos se conforma ese milagro inconcluso de tu fascinadora seducción.
Deberá repetirse el día en que vuelva a perderme en el dédalo embriagador de tus calles, que vuelva a recorrer tus canales al acompasado vaivén del gondolero, buscando ese secreto último de tu alma, aunque en el fondo sepa que será una tarea vana, pues tus bellezas y tesoros son inagotables, y acaso nos aguarden al torcer cualquiera de tus esquinas, en la sacristía olvidada de alguna iglesia, o tras el vitral de esos ojos góticos o bizantinos que miran impertérritos al Gran Canal.
LITERATURA CONTRASTADA
No hay que dudar de que la literatura que vivimos en décadas precedentes fue la latinoamericana. Porque la española se nos presentaba algo desvaída. Su desigual olimpo lo presidía Camilo José Cela, a quien decididamente le iba el papel de Zeus tronante. Cuando se sulfuraba lanzaba sus rayos iracundos sembrando el parnaso de cadáveres acá y acullá. A su sombra permanecía, como dios menor, un Umbral cuyos libros no leíamos pues nos conformábamos con sus columnas dominicales y sus episodios televisivos. La misma televisión nos trajo el conocimiento de otro vate gallego, Gonzalo Torrrente Ballester, que con su saga de Los gozos y las sombras nos convenció de que en España podía hacerse una literatura diferente. Quizá todo su mundo le surgió asomado a la vitrinas del café Novelty, en la plaza Mayor de Salalmanca, donde durante tantas tardes soñaría con las brumas de Compostela. Leí el Jarama, de Sánchez Ferlosio, sin ninguna pasión.
Me parece una novela perfecta pero irrelevante. Tal vez tuviera mucho que decir durante el vacío de la posguerra. A Juan Marsé no lo rocé ni de refilón; su literatura se me antojaba muy periférica.
En verdad, durante esos tiempos de travesía del desierto nos nutríamos de la literatura ultramarina, que de pronto conmocionó la cultura española, cuando creíamos que de allí no nos vendría nada más que no fuera Darío. Reconozco que fue García Marquez quien me introdujo en la literatura de autor. Cien años de soledad dinamitó el concepto de la novela. Habíamos leído literatura de consumo, un poco a los clasicos; pero de pronto nos encaramos con un modo nuevo de hacer vida con la novelas. García Márquez fue la cabeza de puente. Pronto nos llegó La ciudad y los perros, y empezamos a sentir que existía una literatura alternativa de la que soñábamos formar parte algún día. Pero cuando creíamos que Gabo y Vargas Llosa eran todo, nos llegó la gran oleada de la gran literatura argentina. Irrumpió Cortázar y su Rayuela, y por vez primera fuimos conscientes de la voz originalísima de Borges, que con la fantasía de sus cuentos dejó nuestro intelecto boquiabierto. Tras Borges, fue filtrando el resto de sedimento de las letras americanas: Onetti, Paz, Fuentes, Mujica Lainez, Carpentier, etc. Onetti nos desalentó con su existencialismo manierista; creíamos que no podría haber otra literatura que la de la desesperanza. Su mundo nos lleno con su vacío. Todo salvo el lenguaje perdió su aliento, su consistencia. Nuestra pluma desesperaba ante el papel en blanco, lo dedos se mostraban perezosos ante el teclado de la máquina. ¿Qué crear y para qué? Ese pesimismo onettiano nos había vampirizado; estábamos exangües, casi cadáveres. Pero al fin, un rayo de luz, que nos devolvió el optimismo: llegó Bomarzo, y Mujica, el esteta, el gay, nos devolvió el aliento exhausto con su optimismo de la cultura.
El mundo seguramente haya llegado al erial más desolado, pero quizá aún exista algo que nos permita seguir caminando: el convencimiento íntimo de que no todo en su pasado fue baldío.
Me parece una novela perfecta pero irrelevante. Tal vez tuviera mucho que decir durante el vacío de la posguerra. A Juan Marsé no lo rocé ni de refilón; su literatura se me antojaba muy periférica.
En verdad, durante esos tiempos de travesía del desierto nos nutríamos de la literatura ultramarina, que de pronto conmocionó la cultura española, cuando creíamos que de allí no nos vendría nada más que no fuera Darío. Reconozco que fue García Marquez quien me introdujo en la literatura de autor. Cien años de soledad dinamitó el concepto de la novela. Habíamos leído literatura de consumo, un poco a los clasicos; pero de pronto nos encaramos con un modo nuevo de hacer vida con la novelas. García Márquez fue la cabeza de puente. Pronto nos llegó La ciudad y los perros, y empezamos a sentir que existía una literatura alternativa de la que soñábamos formar parte algún día. Pero cuando creíamos que Gabo y Vargas Llosa eran todo, nos llegó la gran oleada de la gran literatura argentina. Irrumpió Cortázar y su Rayuela, y por vez primera fuimos conscientes de la voz originalísima de Borges, que con la fantasía de sus cuentos dejó nuestro intelecto boquiabierto. Tras Borges, fue filtrando el resto de sedimento de las letras americanas: Onetti, Paz, Fuentes, Mujica Lainez, Carpentier, etc. Onetti nos desalentó con su existencialismo manierista; creíamos que no podría haber otra literatura que la de la desesperanza. Su mundo nos lleno con su vacío. Todo salvo el lenguaje perdió su aliento, su consistencia. Nuestra pluma desesperaba ante el papel en blanco, lo dedos se mostraban perezosos ante el teclado de la máquina. ¿Qué crear y para qué? Ese pesimismo onettiano nos había vampirizado; estábamos exangües, casi cadáveres. Pero al fin, un rayo de luz, que nos devolvió el optimismo: llegó Bomarzo, y Mujica, el esteta, el gay, nos devolvió el aliento exhausto con su optimismo de la cultura.
El mundo seguramente haya llegado al erial más desolado, pero quizá aún exista algo que nos permita seguir caminando: el convencimiento íntimo de que no todo en su pasado fue baldío.
Reflexión sobre el atentado de München
El lenguaje es unos de esos instrumentos que debe emplearse con la mayor sutileza, pues en caso contrario nos lleva a cometer grandes impropiedades e incorrecciones. Tal reflexión se nos plantea como consecuencia de ciertos comentarios televisivos relativos al reciente atentado de Munich. La fuente de la que surgió dicho comentario no sabría precisarla a ciencia cierta, pero viene a ser manejada sin escrúpulo en casi todas la reseñas que se difunden sobre el tema. Para resumir, y aunque el debate sobre el asunto ocuparía acaso un grueso volumen, puntualizaremos que no nos parece acertada la desvinculación del móvil político como causa del atentado del joven iraní. No queremos decir que el origen del asesino ya decante una supuesta vinculación política, pero no asalta una acendrada reflexión: ¿ acaso no es político que un joven de 18 años dé todo por perdido y se provea de un arma para liquidar a cuanto ciudadano se le ponga a tino, para luego suicidarse? Si tal hecho nos es político, es que tenemos un concepto bastante limitado de lo político.
Relectura de Bajo las ruedas, de Hermann Hesse
Estoy concluyendo la relectura de libro Bajo las ruedas, de Hermann Hesse. Como en todos sus libros late la convicción de una experiencia vivida. Mucho hay del Giebenrath en el Sinclair de Demian. Y mucho de la atormentada adolescencia del propio Hesse en ambos.
En Bajo las ruedas, Hesse propone un examen crítico del sistema educativo tradicional. Cierto que dicho estudio se circunscribe a la Alemania de una época muy concreta, pero son fáciles de contrastar las similitudes y afinidades con los sistemas de otros muchos países. Hoy queda claro que las perspectiva educativa ha cambiado y con ella el proyecto humano que tiende a concretar dicho modelo. En la época de Hesse, eran los estudios de humanidades los que constituían el tronco fundamental de frondoso árbol del sistema. Y venían a ser los ogros del estudiante el aprendizaje siempre árido de las lenguas muertas y la penetración en la ingente diversidad del mundo clásico. Otro de los componentes, por no decir pilares, en los que se sustentaba la educación era el religioso. Materia a la que se reservaba la formación piadosa y moral del individuo. Si el alumno se imbuía de estos dos grandes vehículos formativos, el resultado sería el perfecto y acabado caballero burgués, preparado para un mundo impostado de apariencias, prerrogativas, intereses e hipocresías. Mundo en el que como Giebenrath, también naufragó Hesse.
Los datos biográficos del escritor alemán nos hablan de una evidente inadaptación social, agudizada durante la época estudiantil, que condicionó su vida y la sumió en un infierno de ansiedades y sintomatologías patologicas. Recuérdese que en su madurez fue tratado por el mismo Jung.
Hesse, hombre formado en la más arraigada tradición religiosa, vio su fe enfriada ante esa constrición con que la vivencia del cristianismo excluía del modo más inescrupuloso las elementales libertades de su ego. Sumido en un conflicto irresoluble, se lanzó a nuevos caminos que nos descubrió en su Shidarta, apostando por otras formas de redención que fueran acordes con la elección de cada individuo. Hesse introdujo para la juventud de su siglo el camino de oriente, que aun sigue coleando de tantas formas en nuestros días.
Pero el drama de Giebenrath es un drama compartido por muchos, y no sólo por Hesse, pues no pocos tuvimos que rehacer el deshecho de nuestras vidas como Dios nos dio a entender y fabricar una identidad alternativa ante las cenizas extintas del templo del saber oficial. La educación debe atender a la riqueza inalienable de cada hombre y no a la conveniencia sin matiz de un encorsetado sistema educativo.
posdata: Viejos profesores: aún sigo leyendo a Kafka, y por Kafka no me ha ido del todo mal.
En Bajo las ruedas, Hesse propone un examen crítico del sistema educativo tradicional. Cierto que dicho estudio se circunscribe a la Alemania de una época muy concreta, pero son fáciles de contrastar las similitudes y afinidades con los sistemas de otros muchos países. Hoy queda claro que las perspectiva educativa ha cambiado y con ella el proyecto humano que tiende a concretar dicho modelo. En la época de Hesse, eran los estudios de humanidades los que constituían el tronco fundamental de frondoso árbol del sistema. Y venían a ser los ogros del estudiante el aprendizaje siempre árido de las lenguas muertas y la penetración en la ingente diversidad del mundo clásico. Otro de los componentes, por no decir pilares, en los que se sustentaba la educación era el religioso. Materia a la que se reservaba la formación piadosa y moral del individuo. Si el alumno se imbuía de estos dos grandes vehículos formativos, el resultado sería el perfecto y acabado caballero burgués, preparado para un mundo impostado de apariencias, prerrogativas, intereses e hipocresías. Mundo en el que como Giebenrath, también naufragó Hesse.
Los datos biográficos del escritor alemán nos hablan de una evidente inadaptación social, agudizada durante la época estudiantil, que condicionó su vida y la sumió en un infierno de ansiedades y sintomatologías patologicas. Recuérdese que en su madurez fue tratado por el mismo Jung.
Hesse, hombre formado en la más arraigada tradición religiosa, vio su fe enfriada ante esa constrición con que la vivencia del cristianismo excluía del modo más inescrupuloso las elementales libertades de su ego. Sumido en un conflicto irresoluble, se lanzó a nuevos caminos que nos descubrió en su Shidarta, apostando por otras formas de redención que fueran acordes con la elección de cada individuo. Hesse introdujo para la juventud de su siglo el camino de oriente, que aun sigue coleando de tantas formas en nuestros días.
Pero el drama de Giebenrath es un drama compartido por muchos, y no sólo por Hesse, pues no pocos tuvimos que rehacer el deshecho de nuestras vidas como Dios nos dio a entender y fabricar una identidad alternativa ante las cenizas extintas del templo del saber oficial. La educación debe atender a la riqueza inalienable de cada hombre y no a la conveniencia sin matiz de un encorsetado sistema educativo.
posdata: Viejos profesores: aún sigo leyendo a Kafka, y por Kafka no me ha ido del todo mal.
UNAS PALABRAS SOBRE LA SONATA DE PRIMAVERA
He estado visionando en youtube un viejo "estudio 1" de la Sonata de Primavera de Valle-Inclán. Reconozco filmada la obra con encomiable dignidad. También reconozco que la Sonata de Primavera es, de todo el ciclo, la que más se ajusta a mi gusto. Respeto que dicha predilección discrepe en muchos lectores. Nadie puede negar la embriagadora fascinación de la Sonata de Estío, con su doliente erotismo,el rico juego de la trama y el vigor en la descripción de los personajes y el paisaje. Sé que hay adictos a la de Otoño, con toda su saudade galaica y su decadentismo. Incluso admito a los seguidores de la tradicionalista y senil confesión de la Sonata de Invierno. Pero dejad que me solace en la más exquisita de todas ellas: la de Primavera.
La Sonata para mí posee el encanto de la melodía de una caja de música. Es un juguete del tardío novecientos, de glamour parnasiano, donde el autor rizó el rizo de, como diría Umbral, escribir bonito. Para nosotros, para quienes aún sigue siendo una aspiración el logro estético, la Sonata de Primavera constituye una referencia modélica. En ella se da una simbiosis magistral de poesía y drama, donde su meliflua prosa hilvana ese preciosista discurso emotivo que intenta hablar a nuestra sensibilidad.
Su atmósfera de itálico esteticismo, el pulso contenido de su argumento, de orfebre minuciosidad, donde nos deleita la descripción delicada, reforzada siempre por el acertado diálogo, preciso y teatral, nos hace presumir en la sonata la medida estructura de la homónima pieza musical. Una vez inmersos en sus umbrías florestas, en el manar sereno de las fuentes, en la intimidad del goce pasional, ineludible y destructor, recogemos tanto la flor fresca como la marchita de esos jardines umbríos con que Valle sembró el recurso apolíneo de su fantasía. Sentimos, pues, caer las perladas notas del piano evocando ese paisaje melancólico, de gradación emotiva, donde logró el poeta recrear las más estremecedora melodía romántica de amor y muerte.
La Sonata para mí posee el encanto de la melodía de una caja de música. Es un juguete del tardío novecientos, de glamour parnasiano, donde el autor rizó el rizo de, como diría Umbral, escribir bonito. Para nosotros, para quienes aún sigue siendo una aspiración el logro estético, la Sonata de Primavera constituye una referencia modélica. En ella se da una simbiosis magistral de poesía y drama, donde su meliflua prosa hilvana ese preciosista discurso emotivo que intenta hablar a nuestra sensibilidad.
Su atmósfera de itálico esteticismo, el pulso contenido de su argumento, de orfebre minuciosidad, donde nos deleita la descripción delicada, reforzada siempre por el acertado diálogo, preciso y teatral, nos hace presumir en la sonata la medida estructura de la homónima pieza musical. Una vez inmersos en sus umbrías florestas, en el manar sereno de las fuentes, en la intimidad del goce pasional, ineludible y destructor, recogemos tanto la flor fresca como la marchita de esos jardines umbríos con que Valle sembró el recurso apolíneo de su fantasía. Sentimos, pues, caer las perladas notas del piano evocando ese paisaje melancólico, de gradación emotiva, donde logró el poeta recrear las más estremecedora melodía romántica de amor y muerte.
ELOGIO DE NAAMÁN EL SIRIO. PUBLICIDAD
I
En el siglo noveno (a C), siendo Joram rey de Israel y mientras Salmanasar III ejercía el dominio sobre el País de los Ríos, ocupaba el trono de Siria Ben Adad I, quien cifraba su poderío, más allá del hierro de sus espadas y la fuerza arrolladora de sus carros de guerra, en la excelencia de sus generales, de los cuales el que tenía en mas estima era Naamán. Al león se le comparaba por su bravura, y a la serpiente por su prudencia; con sus triunfos había coronado las glorias de Siria. Pues la magnitud de sus hazañas guerreras y certera sabiduría habían librado el país de amenazantes peligros y proporcionado pruebas porfiadas de lealtad a su rey, por las que éste no tenía por menos que estarle agradecido. Victorioso en sus campañas en Biblos y Qadesh, había guerreado contra Israel y aconsejado establecer favorables alianzas con Tiro y Sidón, que proporcionaran a Siria una salida estratégica al mar; vencedor en las fronteras de Aram y temido en el asaedio de Mari, fortaleció lazos mediante provechosas embajadas con Nínive y Acad que debilitaran la hegemonía de Babel y Asur; viajero en la olvidada Mitanni, a su regreso dio a conocer a Ben Adad el más excelente metal sagrado que templaran los hititas. Conforme a sus méritos, como justo consejero e invicto conductor de sus bravos guerreros era celebrado por los damascenos.
Era, sin embargo, Ben Adad desconfiado como todos los reyes, y esta misma desconfianza le hacía tornarse codicioso. Mientras tendía alianzas con sus vecinos, de la voluntad de concordia nacía el deseo de conquista. Adoraba a Hadad Rimón como el todopoderoso, pero su recelosa volubilidad sólo fiaba de la superstición....
ADQUIERE UN EJEMPLAR DE NAAMÁN EL SIRIO
NO TE DEFRAUDARÁ
En el siglo noveno (a C), siendo Joram rey de Israel y mientras Salmanasar III ejercía el dominio sobre el País de los Ríos, ocupaba el trono de Siria Ben Adad I, quien cifraba su poderío, más allá del hierro de sus espadas y la fuerza arrolladora de sus carros de guerra, en la excelencia de sus generales, de los cuales el que tenía en mas estima era Naamán. Al león se le comparaba por su bravura, y a la serpiente por su prudencia; con sus triunfos había coronado las glorias de Siria. Pues la magnitud de sus hazañas guerreras y certera sabiduría habían librado el país de amenazantes peligros y proporcionado pruebas porfiadas de lealtad a su rey, por las que éste no tenía por menos que estarle agradecido. Victorioso en sus campañas en Biblos y Qadesh, había guerreado contra Israel y aconsejado establecer favorables alianzas con Tiro y Sidón, que proporcionaran a Siria una salida estratégica al mar; vencedor en las fronteras de Aram y temido en el asaedio de Mari, fortaleció lazos mediante provechosas embajadas con Nínive y Acad que debilitaran la hegemonía de Babel y Asur; viajero en la olvidada Mitanni, a su regreso dio a conocer a Ben Adad el más excelente metal sagrado que templaran los hititas. Conforme a sus méritos, como justo consejero e invicto conductor de sus bravos guerreros era celebrado por los damascenos.
Era, sin embargo, Ben Adad desconfiado como todos los reyes, y esta misma desconfianza le hacía tornarse codicioso. Mientras tendía alianzas con sus vecinos, de la voluntad de concordia nacía el deseo de conquista. Adoraba a Hadad Rimón como el todopoderoso, pero su recelosa volubilidad sólo fiaba de la superstición....
ADQUIERE UN EJEMPLAR DE NAAMÁN EL SIRIO
NO TE DEFRAUDARÁ
CUANDO...poema
Cuando la luna gélida
en el arroyo dormido
apacigua sus rayos
inquietos de plata.
Cuando la recoleta fuente
en el matutino parterre
repiquetea con voz vidriada
el eco del mármol.
Cuando en la playa distante
la espuma marina
disuelva en la orilla
sus flores de nácar.
Cuando el beso olvidado
despierte en el pecho
el frágil recuerdo
de su rosa fragante
Cuando bajo la lápida helada
solo yazga el despojo
del barro que fuimos
y sobreviva pura el alma
en los cielos sin lindes.
en el arroyo dormido
apacigua sus rayos
inquietos de plata.
Cuando la recoleta fuente
en el matutino parterre
repiquetea con voz vidriada
el eco del mármol.
Cuando en la playa distante
la espuma marina
disuelva en la orilla
sus flores de nácar.
Cuando el beso olvidado
despierte en el pecho
el frágil recuerdo
de su rosa fragante
Cuando bajo la lápida helada
solo yazga el despojo
del barro que fuimos
y sobreviva pura el alma
en los cielos sin lindes.
Un novelista en el museo del Prado 1. En el pasillo del Prado.
Ya en otras ocasiones os he confiado que durante mis frecuentes visitas a Madrid suelo realizar una parada obligada en sus museos, especialmente en el Prado. Conocí el museo durante mi primera visita a la capital, motivado porque cierta amistad común, estudiante de arquitectura, se hallaba en vísperas de un examen de Historia del Arte y deseaba ultimar con nuestra colaboración la preparación del mismo. Aquella primeras horas en el museo significaron para mí una revelación, descubriendo entonces el subyugador universo del arte, además de que para mí, alumno desertor, el estudio constituía una fuente primordial de estímulo y goce. Desde aquel momento mis pasos se encaminaron por el camino de la cultura.
Ahora, cada vez que vuelvo a Madrid, reservo un tiempo para visitar el museo. Huelga decir que conozco sus salas con la profundidad de la costumbre. No solo las principales, dedicadas a nuestros pintores más insignes, sino también aquellas menos significativas pero en cuyo paseo también puede descubrirse algún raro tesoro. He de decir que durante mis visitas procuro recorrer de punta a punta el edificio de Villanueva.
En mi última estancia incluso hice parada y fonda, no escapándose algún sueñecito en alguno de sus bancos.
Acostumbro al entrar, por lo común, echar un vistazo al pasillo o galería central. Bajo su bóveda vidriada suelen contemplarse obras de sobrado interés. Últimamente acostumbran ubicar allí a Rubens, en toda la vitalidad de su cromatismo, cuyo atractivo no deja de robar la atención del visitante. Destacan, cómo no, "Las tres gracias", en toda su opulencia adiposa, pero conservando siempre su punto de sensualidad. Maravilla el equilibrio de la composición, la plenitud veneciana del color, el contraste tornasolado de las carnes y esa celebración gloriosa de la vitalidad. Rubens, siempre Rubens. Ya dije que su retrato de su Felipe IV me pareció un prodigio parangonable a los de Velázquez.
Suele completar a veces la muestra rubensiana el retrato ecuestre del duque de Lerma. En éste, la maestría del dibujo deslumbra y el acabado del caballo podría remontarnos a los logros de Leonardo; el resultado nos parece más brillante que los análogos del pintor sevillano. Se dice que también inspiró al artista flamenco el cuadro del San Martín, del Greco, donde la cabalgadura presenta un porte igualmente airoso. Y hablando de retratos ecuestres, no se debe dejar pasar esa otra gran obra que habitúa deslumbrar en el pasillo principal, la del retrato del emperador Carlos V en Mühlberg, de Tiziano. El pintor preferido del emperador, evidentemente pronunció la última palabra en cuanto a retratos ecuestres. La prestancia del emperador, su majestad y su imperio, están gravemente representados. Observa bastante fidelidad en el paisaje, y la luz crepuscular confiere a la tela una verdadera resonancia iconográfica trascendente. Aunque la de Mühlberg no pasó de ser una victoria pírrica, supuso sin embargo el apogeo del emperador como César y paladín de la fe católica. No dejaría uno de embeberse en las tonalidades de la pintura, donde la alquimia ticianesca alcanzó plenitud de maestría.
Otras obras esenciales se descubren el el pasillo, desde el "Jesús lavando los pies a sus discípulos", de Tintoreto, a obras del mismo Tiziano o Veronese. Pero en este tramo, habituamos a no permanecer mucho más tiempo. Como nota a destacar, la constancia de que no ha mucho se exhibieron en él sies o siete lienzos epatantes de Picasso, cuyo contraste claramente chirriaba junto a los de los maestros clásicos. Picasso era una trilladora que lo pulverizaba todo.No tuvo escrúpulos ni en el arte ni en la vida.
Siguiendo mis afinidades, mi próximo itinerario corresponderá a las salas dedicadas a la pintura italiana, allí destaca el Fra Angeligo, algún Bellini y algunas de las obras más admirables de la genialidad ticianesca. Pero ya hablaremos.
Ahora, cada vez que vuelvo a Madrid, reservo un tiempo para visitar el museo. Huelga decir que conozco sus salas con la profundidad de la costumbre. No solo las principales, dedicadas a nuestros pintores más insignes, sino también aquellas menos significativas pero en cuyo paseo también puede descubrirse algún raro tesoro. He de decir que durante mis visitas procuro recorrer de punta a punta el edificio de Villanueva.
En mi última estancia incluso hice parada y fonda, no escapándose algún sueñecito en alguno de sus bancos.
Acostumbro al entrar, por lo común, echar un vistazo al pasillo o galería central. Bajo su bóveda vidriada suelen contemplarse obras de sobrado interés. Últimamente acostumbran ubicar allí a Rubens, en toda la vitalidad de su cromatismo, cuyo atractivo no deja de robar la atención del visitante. Destacan, cómo no, "Las tres gracias", en toda su opulencia adiposa, pero conservando siempre su punto de sensualidad. Maravilla el equilibrio de la composición, la plenitud veneciana del color, el contraste tornasolado de las carnes y esa celebración gloriosa de la vitalidad. Rubens, siempre Rubens. Ya dije que su retrato de su Felipe IV me pareció un prodigio parangonable a los de Velázquez.
Suele completar a veces la muestra rubensiana el retrato ecuestre del duque de Lerma. En éste, la maestría del dibujo deslumbra y el acabado del caballo podría remontarnos a los logros de Leonardo; el resultado nos parece más brillante que los análogos del pintor sevillano. Se dice que también inspiró al artista flamenco el cuadro del San Martín, del Greco, donde la cabalgadura presenta un porte igualmente airoso. Y hablando de retratos ecuestres, no se debe dejar pasar esa otra gran obra que habitúa deslumbrar en el pasillo principal, la del retrato del emperador Carlos V en Mühlberg, de Tiziano. El pintor preferido del emperador, evidentemente pronunció la última palabra en cuanto a retratos ecuestres. La prestancia del emperador, su majestad y su imperio, están gravemente representados. Observa bastante fidelidad en el paisaje, y la luz crepuscular confiere a la tela una verdadera resonancia iconográfica trascendente. Aunque la de Mühlberg no pasó de ser una victoria pírrica, supuso sin embargo el apogeo del emperador como César y paladín de la fe católica. No dejaría uno de embeberse en las tonalidades de la pintura, donde la alquimia ticianesca alcanzó plenitud de maestría.
Otras obras esenciales se descubren el el pasillo, desde el "Jesús lavando los pies a sus discípulos", de Tintoreto, a obras del mismo Tiziano o Veronese. Pero en este tramo, habituamos a no permanecer mucho más tiempo. Como nota a destacar, la constancia de que no ha mucho se exhibieron en él sies o siete lienzos epatantes de Picasso, cuyo contraste claramente chirriaba junto a los de los maestros clásicos. Picasso era una trilladora que lo pulverizaba todo.No tuvo escrúpulos ni en el arte ni en la vida.
Siguiendo mis afinidades, mi próximo itinerario corresponderá a las salas dedicadas a la pintura italiana, allí destaca el Fra Angeligo, algún Bellini y algunas de las obras más admirables de la genialidad ticianesca. Pero ya hablaremos.
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