Algo hemos andado en occidente hasta reconocer en la tolerancia nuestra virtud. Contra ella se posicionó el gran filósofo de occidente, Platón, reconociendo en la democracia todos los males que pueden erosionar la convivencia política. Platón era un idealista en cualquiera de sus sentidos, por eso postulaba para su propuesta política un régimen de perfección. Su meta era el bien supremo, pero la naturaleza humana se haya poco dotada y predispuesta para alcanzar tal fin. La razón nos convence de que tal posibilidad puede ser probable, pero nuestra voluntad voluble echa por tierra una y otra vez tal entelequia. Quizá en ello resida el porqué en ese régimen imperfecto, el democrático, encuentre acomodo la variable naturaleza del ser humano. En esta democracia no excluyente es donde nuestros contradictorios apetitos encuentran satisfacción y cuyo ejercicio nos ayuda a considerar, lejos de la contumacia o el defecto, que acaso sea en el aristotélico término medio donde el hombre reencuentra su equilibrio, su salud. Gracias a ese sucedáneo de libertad democrática podemos engrandecernos con el Tanhauser de Wagnner, al tiempo que nos conmovemos con Las alturas de Macchu Pichu de Neruda. Podemos extraer lo positivo de cada ideología sin embrutecernos en el hibris de su implantación.
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