Una de las pocas alegrías que nos proporciona una vida ya bastante transitada es la de concedernos el recreo del libro. Adquirir un libro es uno de esos necesarios estímulos que nos permiten mantenernos a flote. Cuando los placeres terrenales han atenuado ostensiblemente sus demandas, nos confortan esos pequeños sucedáneos de ilusión. Confieso que efectuar una recomendable adquisición literaria incide en la consideración valorativa del día, que puede oscilar del optimismo exultante al más nefasto desconsuelo. En ello, como digo, influye activamente si en nuestro rastreo por las librerías hemos conseguido un libro que colme con mucho nuestras expectativas.
En tales desoladas librerías, pues estas día a día se van convirtiendo en magra despensa de raras avis de la letra impresa, nos tropezamos con los afines lobos solitarios de la fábula, quienes necesitan periódicamente esa ración de fantasía para subsistir. Supongo que hay hombres para los que la fantasía no pasa de ser una aderezo superfluo pues se sienten conscientemente realizados. Esta clase de seres no suelen pisar las librerías. Éstas las habitan únicamente los marginados de la acción, quienes frustrados en su externa biografía han hallado en el claustro de su espíritu el terreno idóneo donde cultivar la vida. A estos seres desvalidos, peripatéticos, desubicados, son los que uno se tropieza en las librerías. Buscan en los libros su venganza sobre la vida. Se reservan una experiencia libresca para hacer frente a la incógnita existencial, pues en esta clase de seres dicha incógnita abruma. En los otros seres, los que se justifican en sus acciones, tales incógnitas ni se presentan.
A los seres ilustrados se los suele encontrar en las librerías en horarios inusuales, cuando nadie se ocupa de los libros. Pues en la sociedad, como en todo negocio de ocio, se reserva un tiempo relativo para los libros, que viene a coincidir con el habitual de las restantes compras, o sea, alguna descarriada tarde de sábado de un mes cualquiera, en el que no se sabe qué hacer para matar el tiempo. En ese día, las librerías rebosan, como los vestíbulos de los cines, como las terrazas de los cafés. Pues el ciudadano apura su ración recomendable de letras como consume su acostumbrada infusión. En esos días estelares también se suele encontrar al devorador de libros; se lo ve recorriendo con mirada miope los estantes, persiguiendo ese ejemplar único, ausente en su colección, que venga a llenar esa carencia vacía del alma, y ayude a borrar en su vida las huellas estériles de la mediocridad.
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