Madrid. En un café cercano a Sol leo a Umbral. Es un Umbral lastimero, quisquilloso, azogado de suyo, casi póstumo. Afuera ya se anuncian las garrapatas de la noche para succionar los residuos anémicos del día. Un día más que se sucede en el carrusel rutinario de una vida. Por hoy, solo resta regresar al hotel y enfrentarnos una vez más con las sombras de los sueños. Los sueños son ese cine de las sábanas blancas que decían nuestras madres, en el cual fantaseamos la vida y practicamos ese repaso subliminal a nuestros terrores y desconciertos internos. Mañana será otros día. Un día que nos regalará una misma vitalidad repetida, en el que continuaremos presos de nuestras desavenencias, inermes frente a nuestros terrores escénicos. Malo es no estar seguros de cuál es nuestro papel en ese gran teatro del mundo. Un mundo que, qué quieren que les diga, parece estar hecho para que nos muramos de asco.
Pero mañana, eso es seguro, será otro amanecer, dádiva de un tiempo virgen, regocijo de que aún nos queda camino por recorrer y de que el sendero que predispone el destino no ha concluido, y todavía no hemos decidido cuál será nuestro epitafio. Permanece, pues, la esperanza, porque, como dijo Lorca, el peor de todos los sentimientos es el de tener la esperanza perdida.
En Madrid uno se siente insignificante entre las multitudes, y piensa que el mundo gira a pesar de uno, y sin necesidad de uno. En Madrid te reconoces anónimo entre muchedumbres de don nadie, y nunca pasas de ser fulano de tal, uno de esos muchos a los que se tragan las bocas del metro, que abarrotan los estadios o cruzan veloces los pasos peatonales. En Madrid todo lo ocupan los edificios: la magnitud de sus construcciones disminuyen a los seres. ¿Qué pretendes ser entre la torre de Madrid y la majestad del palacio Real?
En Madrid no puedes resistirte a su vitalísima vorágine, la vida sale al paso como la mano de un mendicante, la manta de un subsahariano, un taxista aprovechado, una buscona de la calle de la Montera, la banda de mariachis que interpreta "El Rey"o el mimo inmóvil como un bronce, que se garantiza esos céntimos de supervivencia; todo se abalanza en pos de la vida, cuando ésta se muestra tan frágil, tan insignificante, tan ajena pero al tiempo tan propia, engastada siempre con nuestra singularidad . En Madrid te pierdes a ti mismo en la experiencia de vivirla. Entonces, precisamos escapar de ese enajenamiento feroz y regresamos gregarios al hotel, donde en la soledad de sus cuatro paredes impersonales, volvemos a encontrarnos.
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