Ya en otras ocasiones os he confiado que durante mis frecuentes visitas a Madrid suelo realizar una parada obligada en sus museos, especialmente en el Prado. Conocí el museo durante mi primera visita a la capital, motivado porque cierta amistad común, estudiante de arquitectura, se hallaba en vísperas de un examen de Historia del Arte y deseaba ultimar con nuestra colaboración la preparación del mismo. Aquella primeras horas en el museo significaron para mí una revelación, descubriendo entonces el subyugador universo del arte, además de que para mí, alumno desertor, el estudio constituía una fuente primordial de estímulo y goce. Desde aquel momento mis pasos se encaminaron por el camino de la cultura.
Ahora, cada vez que vuelvo a Madrid, reservo un tiempo para visitar el museo. Huelga decir que conozco sus salas con la profundidad de la costumbre. No solo las principales, dedicadas a nuestros pintores más insignes, sino también aquellas menos significativas pero en cuyo paseo también puede descubrirse algún raro tesoro. He de decir que durante mis visitas procuro recorrer de punta a punta el edificio de Villanueva.
En mi última estancia incluso hice parada y fonda, no escapándose algún sueñecito en alguno de sus bancos.
Acostumbro al entrar, por lo común, echar un vistazo al pasillo o galería central. Bajo su bóveda vidriada suelen contemplarse obras de sobrado interés. Últimamente acostumbran ubicar allí a Rubens, en toda la vitalidad de su cromatismo, cuyo atractivo no deja de robar la atención del visitante. Destacan, cómo no, "Las tres gracias", en toda su opulencia adiposa, pero conservando siempre su punto de sensualidad. Maravilla el equilibrio de la composición, la plenitud veneciana del color, el contraste tornasolado de las carnes y esa celebración gloriosa de la vitalidad. Rubens, siempre Rubens. Ya dije que su retrato de su Felipe IV me pareció un prodigio parangonable a los de Velázquez.
Suele completar a veces la muestra rubensiana el retrato ecuestre del duque de Lerma. En éste, la maestría del dibujo deslumbra y el acabado del caballo podría remontarnos a los logros de Leonardo; el resultado nos parece más brillante que los análogos del pintor sevillano. Se dice que también inspiró al artista flamenco el cuadro del San Martín, del Greco, donde la cabalgadura presenta un porte igualmente airoso. Y hablando de retratos ecuestres, no se debe dejar pasar esa otra gran obra que habitúa deslumbrar en el pasillo principal, la del retrato del emperador Carlos V en Mühlberg, de Tiziano. El pintor preferido del emperador, evidentemente pronunció la última palabra en cuanto a retratos ecuestres. La prestancia del emperador, su majestad y su imperio, están gravemente representados. Observa bastante fidelidad en el paisaje, y la luz crepuscular confiere a la tela una verdadera resonancia iconográfica trascendente. Aunque la de Mühlberg no pasó de ser una victoria pírrica, supuso sin embargo el apogeo del emperador como César y paladín de la fe católica. No dejaría uno de embeberse en las tonalidades de la pintura, donde la alquimia ticianesca alcanzó plenitud de maestría.
Otras obras esenciales se descubren el el pasillo, desde el "Jesús lavando los pies a sus discípulos", de Tintoreto, a obras del mismo Tiziano o Veronese. Pero en este tramo, habituamos a no permanecer mucho más tiempo. Como nota a destacar, la constancia de que no ha mucho se exhibieron en él sies o siete lienzos epatantes de Picasso, cuyo contraste claramente chirriaba junto a los de los maestros clásicos. Picasso era una trilladora que lo pulverizaba todo.No tuvo escrúpulos ni en el arte ni en la vida.
Siguiendo mis afinidades, mi próximo itinerario corresponderá a las salas dedicadas a la pintura italiana, allí destaca el Fra Angeligo, algún Bellini y algunas de las obras más admirables de la genialidad ticianesca. Pero ya hablaremos.
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