No hay que dudar de que la literatura que vivimos en décadas precedentes fue la latinoamericana. Porque la española se nos presentaba algo desvaída. Su desigual olimpo lo presidía Camilo José Cela, a quien decididamente le iba el papel de Zeus tronante. Cuando se sulfuraba lanzaba sus rayos iracundos sembrando el parnaso de cadáveres acá y acullá. A su sombra permanecía, como dios menor, un Umbral cuyos libros no leíamos pues nos conformábamos con sus columnas dominicales y sus episodios televisivos. La misma televisión nos trajo el conocimiento de otro vate gallego, Gonzalo Torrrente Ballester, que con su saga de Los gozos y las sombras nos convenció de que en España podía hacerse una literatura diferente. Quizá todo su mundo le surgió asomado a la vitrinas del café Novelty, en la plaza Mayor de Salalmanca, donde durante tantas tardes soñaría con las brumas de Compostela. Leí el Jarama, de Sánchez Ferlosio, sin ninguna pasión.
Me parece una novela perfecta pero irrelevante. Tal vez tuviera mucho que decir durante el vacío de la posguerra. A Juan Marsé no lo rocé ni de refilón; su literatura se me antojaba muy periférica.
En verdad, durante esos tiempos de travesía del desierto nos nutríamos de la literatura ultramarina, que de pronto conmocionó la cultura española, cuando creíamos que de allí no nos vendría nada más que no fuera Darío. Reconozco que fue García Marquez quien me introdujo en la literatura de autor. Cien años de soledad dinamitó el concepto de la novela. Habíamos leído literatura de consumo, un poco a los clasicos; pero de pronto nos encaramos con un modo nuevo de hacer vida con la novelas. García Márquez fue la cabeza de puente. Pronto nos llegó La ciudad y los perros, y empezamos a sentir que existía una literatura alternativa de la que soñábamos formar parte algún día. Pero cuando creíamos que Gabo y Vargas Llosa eran todo, nos llegó la gran oleada de la gran literatura argentina. Irrumpió Cortázar y su Rayuela, y por vez primera fuimos conscientes de la voz originalísima de Borges, que con la fantasía de sus cuentos dejó nuestro intelecto boquiabierto. Tras Borges, fue filtrando el resto de sedimento de las letras americanas: Onetti, Paz, Fuentes, Mujica Lainez, Carpentier, etc. Onetti nos desalentó con su existencialismo manierista; creíamos que no podría haber otra literatura que la de la desesperanza. Su mundo nos lleno con su vacío. Todo salvo el lenguaje perdió su aliento, su consistencia. Nuestra pluma desesperaba ante el papel en blanco, lo dedos se mostraban perezosos ante el teclado de la máquina. ¿Qué crear y para qué? Ese pesimismo onettiano nos había vampirizado; estábamos exangües, casi cadáveres. Pero al fin, un rayo de luz, que nos devolvió el optimismo: llegó Bomarzo, y Mujica, el esteta, el gay, nos devolvió el aliento exhausto con su optimismo de la cultura.
El mundo seguramente haya llegado al erial más desolado, pero quizá aún exista algo que nos permita seguir caminando: el convencimiento íntimo de que no todo en su pasado fue baldío.
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