Hoy es domingo. El domingo es la tregua que la sociedad nos dispensa. Miento. Domingo es el descanso que Dios estableció para su criatura, como reflejo en lo creado de su tarea demiúrgica. Lo primero que percibo al levantarme es un vacío. La ausencia de mi padre en la casa, debida a su reciente fallecimiento. Tenía costumbre de escucharlo durante su aseo personal desde hora bien temprana. Por la casa aun se reconocen sus huellas, abundan sus objetos personales, su manías; su olor aún se percibe al entrar en su habitación. Soy consciente de haber perdido en la vida al mejor amigo. Pese a ello, he de acostumbrarme a la nueva situación, similar a la del que debe acostumbrarse a la amputación de algún miembro. Cuando hube asumido en el nuevo día lo irremediable, fui dejando madurar la mañana. Desde un tiempo a esta parte mis mañanas de domingo son calcadas. Durante una época estuvieron dedicadas a acudir al culto dominical, obligación que me imponía la expiación de un largo arrepentimiento. Hoy no es que mi fe se haya enfríado,sino que mi intimidad con Dios no me exige la asistencia a una ceremonia reiterada y tal vez rutinaria. En los últimos tiempos, sin embargo, tras recibir a la asistenta, suelo salir un poco a callejear, con la escusa de comprar el pan de cada día. Mi inquietud me hace coger el automóvil y bajar al centro. Viviendo aún mi padre, algunas mañanas dominicales descendía hasta la playa a solearme y pasear o desayunar en algún quiosco. Hoy, el tiempo solo me da para una visita rápida al rastrillo del ayuntamiento. En él se puede encontrar el genero más diverso para coleccionistas. Desde numismática a pintura, pasando por las porcelanas y los más inusitados artilugios. Pero qué duda cabe que lo que a mí me atrae en aquel mercadillo son los libros. Libros de segunda mano que allí puedes conseguir a precios irrisorios. Existe sobre todo un puesto en el que se puede adquirir más de una sorpresa bibliófila a un coste bastante razonable. Por lo común suelo concluir la visita con algunos libros bajo el brazo, a cambio de desprenderme de una superflua calderilla.
Dedico el resto de la mañana a leer y a cuidar de mi anciana madre. Mi lectura suele ser plural. Distintos títulos se apilan en la mesa de mi escritorio, cuya lectura voy mesurando según dicte mi interés o estado anímico. La mayor parte del tiempo del presente día, lo he invertido en la lectura de La muerte de la tragedia, de George Steiner, adquirido recientemente pero tras cuya pista anduve no poco tiempo. La obra cubre nuestras expectativas: clarifica la evolución del género trágico a través del tiempo. En él queda bastante claro que el milagro de la tragedia ática no se ha vuelto a repetir en el decurso de la historia, y que en las épocas precedentes solo hemos asistido a remakes y pastiches, pálidos reflejos del furor dionisíaco que representaron las obras de Esquilo o Sófocles. Al leer el libro de Steiner, no se puede dejar de lado la resonancia del Nacimiento de la tragedia, de Nietzsche. Los postulados del filósofo alemán, tan denostados por la filología oficial, parecen haber sentado un referente para todo aquel que pretende aproximarse al estudio de la tragedia. Steiner persigue la pureza de ésta durante las distintas épocas del esplendor teatral, pero reconociendo que en ninguna de ellas volvió a repetirse plenamente el fenómeno trágico. Acaso sólo la genialidad shakespeareana haga empalidecer muy tenuemente el vigor alcanzado por los tres grandes trágicos griegos. Obras como las de Steiner le devuelven a uno el placer de la lectura, la confortadora experiencia del lúcido análisis literario.
Complementa esta lectura de Steiner, la de algunos capítulos del libro La democracia ateniense, del profesor Rodríguez Adrados. Hay que reconocer que el erudito español nos ha proporcionado los estudios más sustanciosos sobre la Grecia clásica. Quizá, junto a Jaeger y Finley, sea uno de los más profundos conocedores del mundo griego. Hace un estimable análisis del legado de Pericles, ese hombre lúcido que imbuyó a la democracia griega unos ideales que sirvieron de referente durante el período antiguo y cuya "virtud" acaso aun se reconozca vigente o al menos referencial en nuestros días.
El anochecer me trae la sorpresa de dos poemas singulares de dos pequeños genios singulares también: Christopher Marlowe y John Keats: Hero y Leandro y Endymion. Su atracción y el gusanillo de leerlos, o poseerlos tal vez, no puede ser más sugestiva. Desde joven tuve predilección por aquellas obras minoritarias que escapan a la curiosidad del lector común. Marlowe es casi un maldito, ensombrecido su genio bajo la sombra colosal de su coetáneo Shakespeare. En vida, gozaron sus obras dramáticas de gran predicamento en el teatro isabelino. Sobrevive su Doctor Fausto; el Judío de Malta y su Eduardo II son apenas recordadas. Su vida penetra lo legendario; su oscura muerte en una reyerta de taberna, raya lo pintoresco. Se sabe que fue precoz, disoluto, homosexual; ejerció diversas actividades que compaginaba con su trayectoria como dramaturgo; entre ellas, la de espía. Solo la desmesura shakespeareana logró menguar su fama. Hoy se impone recordarlo, como es necesario no olvidar la voz extraordinaria de ese lírico del romanticismo por antonomasia: John Keats. Sus sonetos son una delicia. Visitar su casa museo en la plaza de España de Roma, un peregrinaje imprescindible para el diletante.
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