Leo con interés el libro de Mishima "La ética del samurái en el Japón moderno". Reconozco que para la desorientación del mundo contemporáneo toda fórmula ética se constituya en referente. Vivimos un tiempo en que los valores tradicionales han sido trastocados. En occidente aún se convalece del trauma que supusieron las dos guerras mundiales, con sus correspondientes secuelas neuróticas. Tras la debacle atómica, el mundo ya no volvió a ser el que fuera, tanto en occidente como en oriente. Así Japón como Alemania debieron apurar la amarga purga de la derrota. A la sociedad nipona le tocó poner en entredicho todos sus principios. La tradición fue conculcada por nuevos postulados traídos de fuera, mayormente de ese occidente victorioso. Los pilares que mantuvieron firmes los fundamentos nacionales fueron arrastrados en la vorágine de Hirosima y Nagasaki. Nuevos valores extraños vinieron a transformar el día a día del Japón que despertaba entre sus cenizas. Amargo destino que imponía recapitular sobre todos los axiomas creídos hasta entonces. Como la sociedad francesa después de Verdún, el viejo Japón apostó por nuevas fórmulas que trastocaron costumbres y tradiciones. Se alzaron voces que vindicaban una trasformación demandada por el nuevo status quo surgido de la guerra. Como consecuencia, el japón se desfiguró hasta convertirse en caricatura de lo que fue, su gallardía se socializó, su apostura solemne devino trivialidad. Esa sociedad desmoralizada, derrotada y sin objetivos, se convirtió en gregaria, condición en la que la reconocemos hoy en día cuando acude a Europa en la despersonalizada modalidad de los viajes concertados, como rebaños indeferenciados.
Mishima fue un hombre lúcido que ante el abandono del buque tras el naufragio, se preguntó si quedaba en él algo digno de salvar. Y reconoció en el pequeño tesoro de la tradición, un baluarte que aún conseguía mantenerse en pie tras la devastación de la tormenta. La flor estaba algo mustia, pero bastaba con regarla. A esa tarea se aplicó, desmenuzando ese secreto dormido del Hagakure, el camino del samurái. Ante la marea contraria en la que avanzaba la sociedad, Mishima se aferró al noble ejercicio de mantener indemne ese pálpito amortiguado de una vieja creencia, fe en la que perseveró hasta su última consecuencia. Como para el viejo samurái, su muerte fue su victoria.
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