Considero que lo poco que sé lo debo al esfuerzo como autodidacto. Mis años escolares no fueron lo que se dice brillantes. La disciplina escolar sólo la soporté hasta los dieciséis años. De aquellos últimos meses educativos fueron mejores testigos el mar y los campos alicantinos. Como no solía hacer los deberes, afrontar la jornada en las aulas se me hacía muy cuesta arriba. ¿Qué se podía pedir de un adolescente que leía libros y escapaba hasta las dársenas del puerto para contemplar el bullicio marinero, atento a cuanto sucedía entre el bosque de mástiles que acogían la vida de unos cuantos aventureros? Por entonces leía a Lartèguy, como todo ser débil que pretende fortalecerse con el contacto con lo vigoroso. No tenía redención, mi vida estaba condenada a rodar hasta el precipicio. Y tuve que tocar fondo para poder emerger. No en vano de esos años conservo algunos recuerdos afectuosos de ciertos profesores. En particular, un par de ellos que impartían la clase de literatura. Tal materia era la única que escuchaba con agrado y fue la única vez que, en un ejercicio sobre Cervantes, alcancé la nota más alta de la clase. Se encargaba de la asignatura don José Martínez Rizo,
licenciado en letras, que tenía el humor socarrón de los nacidos bajo la familiaridad de un pueblo pequeño. Era oriundo de Agost (Alicante), tierra de cerámica, labor en la cual don José ocupó su niñez y adolescencia. Pero reconociendo familiares y maestros que era un chaval despierto, lo enviaron a la capital a hacerse una carrera. Y por supuesto lo logró. Se decía que había aprendido a leer a los veinte, lo cual no fue óbice para que en pocos años obtuviera su licenciatura en letras.
Yo oía con interés sus largas peroratas sobre Azorín, escritor con el que parecía compartir ciertas afinidades, y sobre los clásicos del siglo de oro, de los cuales nos confiaba anécdotas jugosas que no tardaban en provocar la carcajada. De el Quijote decía que modificaba su sentido según la edad en que se abordara su lectura. En el joven, decía, despierta la risa, seriedad en el maduro, y en el anciano da pie al brote de las lágrimas.
Tenía don José el latiguillo de contraer la expresión " de manera que", la cual repetía copiosamente. Vocablo con el que la malicia del alumnado lo identificaba y con el que no tardó en motejarlo. De manera que se le conocía por el "Meque". De él conservo la enseñanza de valorar un folio bien escrito y el espaldarazo a una afición literaria que ha perdurado hasta hoy.
Tuve también como profesora de letras a doña Elisa Santamaría, mujer bastante ilustrada , con la que farfullé los primeros balbuceos en Latín. Creo que falleció prematuramente. Pero recuerdo alguna clase maravillosa en la que nos leía largos textos, abriendo nuestros espíritus a los encantos del relato.
Reconozco que ellos sembraron esa base, sin la que la reseña que escribo ahora hubiera podido ser.
Soy Francisco Juliá, y el deseo de este blog
es llegar al mayor número de lectores, compartir una hermandad a la que nos invita lo íntimo de la conciencia.
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