Esta semana he tenido que trasladar la tarde de asueto del sábado al domingo. No hay sábado sin sol ni domingo sin amor. Aunque en cuanto al día respecta ha discurrido exento de romances. Y es que a mi edad se cree ya poco en los romances, atenuados por la insuficiencia prostática. Un romance que hoy concita mi interés es el de Madrid con Díaz Ayuso. Para julio tengo programado visitar la capital de España y espero que me reciba el Madrid de Ayuso. Iglesias y sus consignas, con su tufo a revolución extinta, suenan a rancio siglo XX, huelen a cadáveres y a tinieblas de catacumba proletaria. Pero dejemos la política, es de mal gusto hablar de ella en una conversación refinada. Porque cualquier charla es refinada en comparación al parloteo parlamentario, al que el exhumado y demonizado Franco calificaba de gárrula democracia, apreciación atinada si atendemos a algunos de los debates de nuestros diputados. Los españoles de a pie queremos una España para ser vivida, la de los hombres de paz; una España que no vuelva a caer en manos de los incontrolados de siempre que fomentan el odio, la desavenencia nacional, trazan fronteras donde no las había y exhuman del camposanto los espectros tribales.
Hablando de domingos, hay que constatar de nuevo que estos días son tediosos en las ciudades de provincias y creo que en todas partes en lo que va de siglo XXI. Las calles están desiertas, el comercio cerrado, los vecinos, cada uno a buen recaudo, velando armas con que afrontar el lunes laborable o reponiéndose de la bacanal del sábado. Paseo la ciudad; tras año y medio de reclusiones las piernas necesitan ejercicio. Almuerzo un bocadillo en la cantina de la Estación, tratando de distraerme con el bullicio viajero. Pero, nada más lejos de la realidad, el vestíbulo lo cruzan exiguos trotamundos deslizando las ruedas de su maleta por el reluciente pavimento. Apenas se anuncian trenes en el panel de información, Casi en toda la tarde un par de ellos a Madrid y otros pocos a Barcelona. Esta pandemia parece no tener fin. Estamos hartos de postergar la vida, aunque debemos estar agradecidos de no haber sucumbido al virus. Pero la vida misma es un riesgo. Debe haber un punto de inflexión en el que antepongamos el valor de la vida frente a la acechanzas de la muerte. Si no morimos de Covid, moriremos de espanto o de tedio dominical.
Visito La casa del libro para sacudirme el muermo. Como siempre, hay novedades bibliográficas. A la entrada, sobre una mesa circular, un inmenso dominó con la última novela de María Dueñas, que se vende como rosquillas. Tal prodigalidad editorial quita el hipo a cualquiera. Me pregunto qué contarán de relevante tales novelas. Sobre otra mesa, lo último de Vargas Llosa. Una miscelánea recogida de algunos de sus muchos actos culturales. Compré su libro anterior sobre Borges, algo caro para un contenido ya difundido aun por el mismo internet.
Más allá, en un estante, entre las novedades, encuentro un libro de Roger Wolfe. Como el de Vargas Llosa, es una reunión de diversos escritos. No sé si actuales, o recogidos en forma de antología. Es el Wolfe de siempre, arremete contra tirios y troyanos, abunda en el exabrupto bukowskiano, surgido del fondo de la botella, y persiste en la consigna vanguardista de épater le bourgeois. Por él parece no pasar el tiempo y pervive la juvenil rebeldía sin causa, ¿o será la pose que de él esperan sus seguidores?
Me harto de domingo, voy hacia el coche y regreso a casa. Allí sobre la mesa del despacho me espera la lectura de Los Primitivos Flamencos, de Panofsky y la relectura- abordo el ecuador del libro- de Crimen y Castigo. ¡Qué tiempos los de Dostoievsky, cuando la escritura hacia palpitar al mundo!
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