En estos días leo un libro sobre Toledo. En España hay muchas ciudades con una prolija historia, pero Toledo ocupa un lugar relevante. De capital goda y de los reinos cristianos, a través de los siglos se consagró como nuestra particular Roma, desde donde su arzobispo primado velaba por los designios morales de la patria. Su muralla nos cuenta que estuvo sometida a cuantiosos asedios. Hoy la preserva como una joya dentro de un cofre, que merece ser guardada. A ella acuden los nostálgicos de España, porque en su personalidad se reconocen sus heridas. En sus piedras parece inscrito nuestro ADN. Dentro de su laberinto se enjambran nuestras leyendas. Allí reside el alma de nuestro pretérito envanecido. Bécquer supo rastrear el palpitar de aquello que ya no éramos, discernir sus ecos. En sus nostalgías pudo reconocer al hombre que él nunca fue y que ya desdeñaba la era industrial a la que se avanzaba. Su añoranza de un gran pasado se diluía en el menoscabo de una realidad presente. Lo arrebató su siglo como el viento barre las hojas del otoño. Su joven vida se truncó de modo efímero, sin él saberse ya ganado por la posteridad.
Toledo: ¡Qué bella vista de sus montes desde el paseo del Tránsito! En su límite se hunde el precipicio en donde traza su hoz el Tajo, que corta un paisaje de colinas a cuyo solaz se salpican los cigarrales. Según dicen, en el área del paseo se ubicaban las casas del palacio del marqués de Villena, en donde vivía y tenía su taller el Greco. Teothocupuli es otra presencia permanente en Toledo. Su obra se halla desperdigada por la ciudad. Parte de ella en el cercano museo; el resto en la catedral, o en Santo Tomé, donde en una de sus capillas se contempla el Entierro del conde de Orgaz, y , por último, en Santo Domingo el Antiguo, para el que pintó el retablo presidido por la Trinidad, acaso mi lienzo favorito del artista, además de algunas obras genéricas dispersas por iglesias y conventos. Podría decirse que lo fundamental de su obra está en el Prado, en Madrid. Pero su alma sigue residiendo en Toledo. Palpita junto a la idiosincrasia de la ciudad. Toledo exhala Contrarreforma. En ella se aglutina la catolicidad de España. El Greco prefiguró su devoción, su piedad desgarrada, tan esencial como las almas. Alma, llama. En sus figuras arde el fuego de la fe. Esa luz mística que envuelve a toda su imaginería.
Hay tantos nombres ligados a Toledo. Reyes: godos como Wamba y Recesvinto; cristianos como Alfonso VI, quien la reconquistó, y Pedro el cruel, quien la perdió. Pasear por Toledo es rescatar esos origenes; tropezar sus restos en San Román; penetrar la leyenda en la mezquita del Cristo de la Luz, porque Toledo también fue mora; capital antes de los Omeyas, reino de taifa con Al Mammun. Se dice que en ella convivieron tres culturas, la cristiana, la islámica y la judía. Para rastrear esta última hay que bajar de nuevo al Tránsito, corazón de la judería y en donde se ubicaban sus sinagogas, rebautizadas con nombres cristianos como Nuestra Señora del Tránsito y Santa María la Blanca. En ellas ha perdurado la esencia Sefardí, la de aquellos judíos que abandonaron con lágrimas la vieja Sepharad, que no era otra que España. Esa patria que a todos nos incumbe, y sin cuyo legado no sabremos reconocernos. Y de la que no podemos desligarnos, pues somos con nuestras circunstancias.
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