Ayer visité Benidorm después de cuatro décadas sin hacerlo. No sabría precisar bien los cambios que ha sufrido porque mi recuerdo del pasado es vago. Entonces como hoy proliferaban los rascacielos aunque no sabría especificar en qué número se han multiplicado. Recuerdo su isla, su playa, pero hasta ayer no la había valorado en su auténtica dimensión. Cuando la visité en el pasado, yo estaba en la flor de la juventud. Pernocté allí una noche a la intemperie, junto a un amigo; veníamos de Valencia en autostop. No quisieron recogernos en esta última etapa hasta Alicante, y tuvimos que disponernos a pasar la noche como fuera. Nos recogimos en un solar abandonado cercano a los costa. Creo recordar que alguna hora dormitamos sobre la arena de la playa- era verano-, o acaso son recuerdos de otras vivencias que se entremezclan. Afortunadamente, no nos sorprendió la guardia civil. Debería andar cercana la muerte de Franco, aunque por entonces se vivía de pleno la época hippie.
En otro período Benidorm me habría fascinado, allá en tiempos de desmelenamientos, cofradías y bebesterios. Hoy, aunque la opinión no es del todo reticente, digamos que la encuentro como una ciudad para barrigas complacidas, aptitudes indolentes y confundida en la disipación. Todo lo rechazable para un hombre que busca valores sólidos en los que afianzarse y vivencias nobles.
Tras deambular toda la mañana por la ciudad, me senté en una terraza cerca de un grupo constituido por unos diez varones ingleses, la mayoría maduros, que sobre las tres de la tarde, muy asociativamente como suelen los ingleses, ingerían cerveza sin reparo, fumaban cigarrillos electrónicos, desnudos sus bustos al sol, y respirando la cálida brisa mediterránea que a buen seguro los restaurará del reúma contraído durante el invierno en la isla británica. Imaginé cómo serían acaso sus noches: eufóricos, destilando alcohol hasta por las orejas, y frecuentando los burdeles tan en comandita como sugieren sus hábitos. El placer democráticamente compartido me produce cierta repugnancia; no lo he practicado nunca y no creo que reporte ninguna satisfacción recomendable. Pero no quiero extenderme sobre ello. Digamos que los ingleses en Benidorm han encontrado una segunda patria.
Quizá los más hermoso de la ciudad, junto a la comtemplación panorámica de la bahía y la línea de costa, sea el castillo con sus balaustradas blancas y sus torrecillas rematadas por cúpulas azules. Bajar hasta el mirador delantero es auténticamente reconfortante. Asomado a su baranda se embebe uno de toda la diversidad de azules mediterráneos. Y esa visión ayuda a ensanchar el alma, a penetrarnos de su plenitud inmensa.
En resumen, la escapada no ha estado mal y espero prodigarla alguna vez que otra.
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