En este pasado puente de Todos los Santos he tenido la oportunidad de realizar una escapada a Madrid. Este corto desahogo resulta casi imprescindible para quien reside en un ciudad de provincias, con un panorama cultural bastante limitado. En la capital, las pilas de nuestro espíritu se pueden recargar en las salas del Prado o el Thyssen, en los palcos de alguno de sus teatros cuando alguna representación descuella entre lo anodino de la más que objetable cartelera o rastreando en las librerías sinnúmero y las casetas de la cuesta de Moyano alguno de esos libros inasequibles en el mermado mercado local, en este caso el alicantino.
En Madrid nos llenamos de la vitalidad de ese corazón que hace circular la sangre y la historia por las arterias españolas, hoy ese sístole y diástole arrítmico que denuncia la profunda crisis. Pero allí al menos uno reconoce el baremo de cómo va el país, llena los pulmones con aires renovadores y puede regresar a su ciudad de origen barajando diferentes perspectivas. Porque devorar un bocadillo de calamares junto a la plaza Mayor, disolverse entre la muchedumbre de la puerta del Sol o Preciados o apurar un café tras la viedriera del café del Príncipe alimentan nuestro ánimo de un optimismo más que risueño.
Para mí Madrid, mi Madrid particular, se circunscribe al Madrid castizo y Monumental; ni que decir tiene que mi calle predilecta es el Paseo del Prado; dejo el de la Castellana, como todo lo demás, para los megalómanos que sepan apreciarlo. En ese Madrid,mi Madrid, no se cansa el espíritu de ir asimilando esos escenarios que evoca, el del tradicional e histórico, el pictórico o literario; también el musical, aunque he de reconocer que soy poco aficionado a su género chico o típico, la zarzuela. Pues en verdad le cuesta a uno compaginar con esa sociedad populachera, de chulapos y gachis, que nos acercaran Arniches o Chueca, o la de majos y majas, con que retratara Goya el cutrerío de la corte de Carlos IV.
Para quienes nos gusta escribir, despierta especial curiosidad el conocer la efervescencia del Madrid literario, aunque en conciencia el actual no sé dónde se esconde ni dónde encontrarlo; sería preciso rastrearlo en draculinas correrías nocturnas y quizá, al cabo de un buen escrutinio, hubieramos dado con la pista de más de un poeta alucinado, de algún grasiento filósofo y de un buen emjambre de dubitativos narradores desdibujados en la desidia de la bohemia. Quizá por eso decidí retornar al café Gijón. Qué decir de él más de que constituye una reliquia literaria donde rememorar la épocas gloriosas del Parnaso ibérico. Allí nos sorprenden los ojos impávidos de Camilo J. Cela, de Alberti, de Umbral, comtemplándonos atónitos desde sus iconos de la Fama. Pero qué queda de su Madrid de luchas, miserias y ambiciones sino el vapor de una entrañable nebulosa con que nos despista y consuela el ensueño de la historia.
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