OTOÑO

El otoño se acerca hasta nuestra intimidad con la sorpresa del inquilino inesperado; apreciamos de pronto su presencia en el increscendo de unos pasos sigilosos en la habitación contigüa, ese hábitat que se prolonga al entreabrir las ventanas de nuestra alma. Verificamos su cercanía en la caricia de un leve viento que levanta la primera hojarasca de los recuerdos e invita a curiosear en el bargueño de nuestras nostalgias, pues se presenta como un momento que propende a mirar atrás. Sus óxidos previenen con su cobrizo desgaste de que todas nuestras voluntades se han cumplido, que llega la hora de sumirse en el letargo de la inacción y recapitular, resumiéndonos en esqueletizados esquemas de árboles contritos que muestran el quebranto de sus ramas desnudas, la hirsutez de sus siluetas calcinadas.

En mi vida particular, el otoño ha llegado insinuante, sin hacerse mucho notar, con esa vibración doliente de su dulzura. Lo reconocí en toda su transida belleza contemplando una tela que me pareció sublime: Otoño, de Frederic Edwin Church. Me desbordó la belleza tornasolada de su brillante paleta, las calidez de de sus rojos y naranjas, de sus amarillos y oxidados ocres que recubren de trascendida ilusión las pardas sombras de recatada verdura; porque donde antes fueron verdes, son ahora dorados, bermejas coloraciones que transfiguran el alma del paisaje. Y desde el cenit, el nimbo del sol crepuscular que, en su irradiación, transforma en hondo pálpito el mensaje secreto de esa naturaleza vivificante y vivificadora que rebosa sobre la reflectante transparencia de un arroyo.

Paso a paso, ese otoño me iba inundando y perseguía predestinado la belleza patética de su cromatismo ornando el corazón declinante de su naturaleza; y esos pasos me llevaron hasta Aranjuez. En sus rumorosos senderos busqué la profunda lección de su secreto mensaje, el estremecido mosaico de su textura decadente que en su cíclica alegoria nos hace presentir la mirada tácita de la muerte, tras ese transfondo teñido de melancolía. En el rumor de las arboledas parecía escucharse un aria doliente de Farinelli y el trino espaciado de los pajaros entretejía una melodía triste, temerosa de las nieves del invierno. A su vez, no tuve mejor acierto que escudriñar la magia de esas luces, el crepitar metalizado de sus colores, la ofrenda senil de esa naturaleza desmayada, en el espejo verdoso, de inquieto viajero, del Tajo, que al borde de su corriente sinuosa fecunda casi el espejismo de un edén. Penetrando ese misterio que en tiempo no muy lejano tan sólo complacía a los ojos regios, fui abriéndome paso no en ese corazón de las tinieblas, sino en el radiante de las crepusculares hermosuras, heredero de una ofrenda que sólo Dios puede regalar. Y en el núcleo de esa sagrada espesura supe de esa voz que sólo se puede escuchar en la perfecta comunión.
Compartir en Google Plus

Francisco Juliá

Soy Francisco Juliá, y el deseo de este blog es llegar al mayor número de lectores, compartir una hermandad a la que nos invita lo íntimo de la conciencia.

  • Image
  • Image
  • Image
  • Image
  • Image

0 comentarios:

Publicar un comentario