LÁNGUIDA VENECIA
La tarde declina sobre el Gran Canal. Desde la fondamenta de Santa Lucia se observa el tráfico continuado de las embarcaciones. La aguas grisean irisadas por las tangenciales luces crepusculares. Del vaporetto descienden los pasajeros con animo apresurado. La cúpula de San Simeone y el grácil arco del puente de los Scalzi enmarcan la evocadora estampa veneciana. El alma siente imprecisas nostalgias, momentos que pudieron perdurar y que se fueron. Una góndola exhibe su largo cuello de cisne enlutado, trazando surcos de espuma en la tersa superficie del Canal. El sol despide los blandos oros de su lenta agonía. Pronto la noche solapará la alegre ilusión policroma. Sabemos que esa gracia festiva retornará en la mañana, pero que hoy, sin remisión, esa tentativa del día tendrá que claudicar. Ahora, los colores se apagan, la voces resuenan como en sordina, aisladamente irradia el brillo de un farol, el pulso de la ciudad decrece, se escucha, relajante, el obstinado chapoteo del agua sobre los cascos de la embarcaciones, los motores de un vaporeto rugen asmáticos, remotísima se ve brillar la primera estrella, la noche se cierne con harapos de sombra, zigzaguea una gaviota en el horizonte y va a posarse sobre un pilón, el día emite el último estertor moribundo. Venecia, silente, se tiende a soñarse en los rellanos del tiempo, es la hora resignada de la necesidad, del inevitable ocaso. Dormir, soñar, tal vez morir...
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