He escuchado Que c´est que triste Venise de Aznavour en los tres idiomas en que aparentemente parece haberla interpretado. Cada una de las versiones tiene su aquél. En francés nos parece más lánguida, en italiano más apasionada y en castellano más existencial. He de confesar que las tres versiones me gustan, porque Aznavour tiene la delicadeza de cuidar hasta el detalle sus interpretaciones. Cada una de ellas difieren en la letra pero se identifican en espíritu. Aznavour es un artífice de la sutileza y en cada uno de los idiomas imprime al tema un mismo poso pasional.
La canción veneciana de Aznavour es la que más ha divulgado a Venecia en la modernidad. Muchos de los turistas de la actualidad quizá no hayan escuchado a Vivaldi, Albinoni o Marcello pero tararean familiares la melancólica balada de Aznavour. Venecia no puede por menos de estarle agradecida, pues el eco de Venecia sin ti se ha divulgado por los cinco continentes. Pero no nos engañemos, Venecia siempre fue popular, pues no menos fue celebrada en el XIX la barcarola de Offenbach. Venecia constituyó el refugio de muchos, en los que despertó idénticas nostalgias. Porque quizá sea Venecia el reducto donde el espíritu humano se halla plenamente justificado. Venecia, ciudad humanista por excelencia, proyecto y creación del hombre. De su lodazal infecto, surgió la perla que maravilló a las naciones.
Para cualquier hombre de espíritu es inexcusable no visitar Venecia. Por eso acudieron a ella los más escogidos diletantes. Con la canción de Aznavour descubro uno nuevo: el pintor austriaco Franz Richard Unterberger. Fue coetáneo de Martín Rico, y para ambos Venecia fue esencial en su pintura.
Quizá los cuadros de Unterberger ofrezcan una visión más idealista que la de Rico, pero ambos supieron desentrañar sus evocadores encuadres y su fúlgido cromatismo. Rico está más atento al detalle real, Unterberger a la dimensión onírica. En cualquier caso, la visión de Unterberger enamora desde el primer momento y nos sumerge en esa magia romántica de una Venecia fugitiva, viva paradoja de esa ciudad donde parece no pasar el tiempo. En su rica producción encontramos cuadros de viejos crepúsculos que envuelven en mieles La Salute, nos devuelven la desaparecida iglesia de Santa Lucia o nos descubren la perspectiva de un conocido canal por el que navega una góndola impulsada por el remo de un pintoresco gondolero, con uno de los más reputados palazzos al fondo. Unterberger como Rico no tienen desperdicio y nos invitan cuadro a cuadro al polícromo espectáculo de una ciudad en la que se sueña occidente.
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