Viajar en siglos pasados fue una ocupación de gentelmen. En la actualidad puede considerarse una diversión de muchos. Otrora las clases privilegiadas se embarcaban en arriesgadas travesías con las que engrosar su reputación, lo que hoy equivaldría a mejorar su currículo. En cualquier caso, ayer u hoy el viajar constituye una fuente de aprendizaje y dicha, de progreso y cultura.
Recuerdo que de joven ese embrión viajero despertaba mis ensoñaciones; siempre quise ser, en lo íntimo, un trotamundos. Con tal motivo me acercaba a ese elemento que de por sí suscita la experiencia viajera: el mar. Paseaba la dársena portuaria y me embriagada con su olor a brea y salitre, con los reflejos de sus olas aceradas por el fulgor plateado de la mañana, con los graznidos de las gaviotas, que recortaban el cielo con sus vuelos tangenciales, rastreando entre las aguas turbias la carroña marina que les serviría de alimento. Amarrados a los muelles, los cascos inquietos de los navíos, que lucían en sus mástiles las banderas de los más diversos países, avivaban mi ansia aventurera. El puerto de Alicante entonces acogía diferentes funciones: la mercantil, la pesquera y la turistica. Tales actividades lo llenaban de atractivos para un joven sediento de experiencias, en contraste con el habitual sosiego de la vida familiar. La monotonía de la vida proletaria, sujeta a las convenciones de un ámbito ordenado, disparaba en mi dúctil imaginación el deseo de aventurarme en ese mundo trepidante que me constaba existía, y del que daban testimonio las novelas y películas, y esas primeras nociones de geografía e historia que ampliaban nuestros horizontes en el pupitre de la escuela.
Como todo joven, yo era un inconformista, y me decía a mí mismo que nunca sería dueño de la vida si no decidía enfrentar ese mundo terrible y hermoso que acechaba mi futuro, como en la selva acecha el tigre o el jaguar. Compelido por tal desafío, tomé la decisión de enrolarme como marino mercante. Convenía que con tal dedicación satisfaría todas mis quimeras, vería mundo y me forjaría en el hombre íntegro que deseaba ser. Porque cuando me reconocía en el niñato pusilánime y sin recursos que verdaderamente era, comprendía que nunca obtendría la recompensa que el mundo solo reserva para los audaces. Tal proyecto, del que nunca llegué a convencerme de su descabellada osadía, y que con buen juicio mi padre trató de quitarme de la cabeza, nunca llegó a realizarse, y el gran mundo que me esperaba jamás abrió para mí sus puertas hasta ya entrada la madurez. Ignoro que habría sido de mí sí, de no ser el joven timorato que era, hubiera anidado en mí el pícaro audaz al que admiraba. Pero vano es colocar en la balanza lo que nunca fue.
Como joven inadaptado, odiaba el mundo que me rodeaba. La provinciana ciudad, con sus estrechas miras y sus zafias convenciones, ahogaba todos mis impulsos, que reclamaban sobre todo los aires nuevos de una sociedad a medida, ya que a la corriente no me podía amoldar. Fueron tiempos duros, en los que el mayor deseo era huir lejos, a lejanos países con tradiciones e historia diferentes. Mis ansias de amplios horizontes y aires puros pusieron la vista en Australia, la lejana antípoda. Soñaba con su ubicación en el romántico pacífico, su tierra virgen, su fauna arbitraria, y su prometedor futuro, por lo que convenía que ella sería mi elegida tierra de promisión. Los años han pasado y no he podido hollar aquella tierra ignota. Pero recurrentemente regresa su eco ultramarino, hoy mediante un folleto, ayer, durante un crucero por el Mediterráneo, trabando relación de amistad con otro trotamundos australiano. ¿Serán estos auspicios de que el viejo sueño viajero está próximo a cumplirse?
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