Cuando la lectura se me vuelve algo rutinario, gélido, apático, suelo recurrir para paliarlo a alguna de las grandes novelas de la historia literaria. Guerra y paz y Los miserables es seguro que me sacaron del escollo en su momento. No pocas veces he ascendido a las cumbres de Davos para mezclarme con esa clientela heterogénea del Berghof. Cuando la saudade latina se impone, suelo volver a Bomarzo. Soy menos asiduo de la llanura manchega, de sus extensiones, su ventas y molinos, sus humedales y roquedos. Pero es que Alonso Quijano tiene de sobra acompañantes, nacionales y foráneos. En mi juventud semejantes necesidades la llenaban las novelas de Dotoyevski. Porque Dostyevski y Beethoven fueron mis primeros ídolos artísticos. El primero llenaba mi imaginación de enfebrecido idealismo, mientras el segundo abrumaba mi alma con su exaltación romántica. Leía de Dostoyevski cuanto caía en mis manos. Ni que decir tiene que la odisea de Raskolnikov ocupó las pasiones de mi alma joven. Del jugador, tengo la perspectiva de la inocencia frente a la pasión desbordada. Recuerdo la lectura de un pequeño librito que adquirí por pocas pesetas: El sueño de un hombre ridículo; así como de otro de sus títulos algo marginal: Las etapas de la locura. Repantigado en el sofá me deleité con el retrato irónico de Stepan Trofimovich y me abochorné con los manejos siniestros de Svidrigailov, en los Demonios. La leí de cabo a rabo, aunque no encontré en aquella trama política la dimensión dramática de Crimen y castigo. Sé que profundicé bastante más en el mundo dostoyevskiano, sobre cuyo asunto recuerdo la memorable biografía de Zweigt. Sé que mí devoción por el gran Fiodor Mijailovich se frenó entre las páginas de Los hermanos Karamazov, novela que nunca llegué a concluir.
A Crimen y castigo he regresado con frecuencia, y siempre me ha resultado estimulante. Pero confieso que tal conclusión no la han compartido otros títulos. Recientemente leí Humillados y ofendidos, y confieso que su lectura se me hizo gravosa. Por no achacarlo a Dostoyevski, quise responsabilizar al traductor, que resulto ser, nada más y nada menos, que Cansinos Assens, a quien Borges venerara como indiscutido maestro. Cansinos era un insigne políglota. No solo tradujo del ruso, sino del Francés y el Alemán. Quienes estimamos las obras completas de Aguilar, descubrimos en Cansinos al traductor de la casa. Se atrevió con Balzac y Goethe; ¿por qué no con Dostoyevski? He de roconocer que toda la magia que me envolvía durante mi juventud con cualquier lectura de Dostoyevski, se desvanecía con el tedio del Humillados y ofendidos servido por Cansinos. No obstante, apuré la novela hasta el último reglón, aunque no puedo ignorar la latente desgana. Tiempo más tarde lo intenté de nuevo con El Idiota, también de las obras completas Aguilar. Mas pese al firme propósito de lectura, no pude rebasar las primeras páginas. Sin embargo, como mi espíritu dostoyevskiano no se rinde, estoy cotejando una traducción distinta que no estigmatice la gran novela cristiana del escritor ruso.
De editorial Juventud, me he procurado El adolescente, una novela primeriza pero que posiblemente contará con las sabias enseñanzas del tintero del maestro moscovita. Leí con gran entusiasmo Los apuntes del subsuelo de la editorial Cátedra, en una traducción que me pareció estimulante y acertada. Con las Memorias de la casa de los muertos, cuya lectura juvenil me pareció irreprochable, tuve que refrenarme y no concluí su lectura. Aunque en cualquier caso, quizá todo se reduzca a meros caprichos de la musa.
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