Es indudable que el cine actualmente ocupa el espacio que en otro tiempo correspondiera a la palabra escrita. La gran novela de XIX cumplía las funciones que hoy han sido asumidas por el séptimo arte. Cuando el cine un buen día abandonó los límites de su especificidad científica, para tomar conciencia de su potencialidad divulgadora, dio un paso de gigante. Nunca pudo suplantar del todo la tarea reservada a la literatura, pues su esencialidad es distinta: la de una, la palabra; la del otro, la imagen. Aunque ambos se propusieron un mismo objetivo: narrar una historia con la mayor solvencia posible. Tal concepción es la que animó a Griffith, a Chaplin, a John Ford. Prioridad narrativa que, en este último, alcanza una definición estrictamente literaria. Hasta tal punto que el cine de Ford parece haber nacido para leerlo.
Ejemplos claros del papel ocupado por el cine en nuestros días, lo constituyen de modo claro dos producciones supercelebérrimas: La guerra de las galaxias y El padrino. La primera ha revivido el género epopeico en la actualidad, cumpliendo para el siglo XX y XXI, un papel emulador al que en su día tuvieron La Ilíada y la Odisea, el Poema del Cid, o los Nibelungos. Así como en El padrino reconocemos la magnitud de la vieja tragedia, cuando mediante la adopción de los nuevos hallazgos expresivos se alcanzan los logros para nuestra sociedad contemporánea que para la griega del período clásico obtuvieron un Sófocles o un Esquilo, con su Antigona o su Orestiada. Este tono eminentemente trágico lo obtiene Coppola en el último episodio de su trilogía.
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