Rebuscando en los anaqueles menos frecuentados de mi biblioteca, donde suelo almacenar libros en desuso o de los que pienso que no van a plantearme ninguna urgencia de regresar a su lectura, encontré un viejo ejemplar ya mustio y algo deshojado, que despertó en mí cierta inquietud de viejos recuerdos.
El libro en cuestión, al parecer una primera edición en bolsillo de la editorial Alianza, era el Ecce homo, de Friedrich Nietzsche. Recuerdo que lo adquirí durante la primera juventud, alrededor de los 17 años, en una antigua librería de lance, ubicada al final de la calle Mayor alicantina, próxima al ayuntamiento. La regentaba un viejo librero cuyo más sustantivo comercio consistía en nutrir de la literatura mas esencial, pero también de la clandestina, al mundillo lector de la ciudad. Estaba claro que si alguien buscaba una obra comprometida, rara y lejos de la aquiescencia gubernamental debía acudir a él. Para mí constituía toda una maniobra contestataria entrar en aquella librería y solicitar al librero una obra de Nietzsche. Si bien eran la obras de carácter marxista las más perseguidas por el régimen, seguramente Nietzsche, quien postuló la muerte de Dios, tampoco contaba con el beneplácito institucional, uno de cuyos principales fundamentos era la catolicidad.
Recuerdo como si fuera ayer que cuando exponía mi demanda al librero, éste desaparecía en la trastienda, rebuscando acaso en ese desván secreto a salvo del control policial, y al cabo del rato aparecía sosteniendo entre sus manos diferentes títulos del filósofo alemán. Ignoro lo que pensaría el buen hombre de un tierno adolescente dispuesto a imbuir su virgen intelecto con las diatribas del más recalcitrante pensador de nuestra modernidad. Pero el buen hombre parecía no mostrar ningún tipo de asombro, y tomaba la escena como de los más natural. Yo sabía que Nietzsche era un filosofo prohibido, y que con ello contrariaba la enseñanzas de mi padre, hombre cristiano hasta la médula, que nos crió en la más recta costumbre evangélica. Mas no sabía cómo, la semilla de la rebeldía había penetrado en mí, y por eso me complacía en los aforismos lapidarios del filósofo del superhombre: ¡Yo no soy un hombre, soy dinamita! ¡ Dios ha muerto! ¡Transvaloración de todos los valores! Con la brillantez y la osadía de tales frases, el apóstata de la modernidad inoculaba su veneno. Fui adicto a tal vesanismo hasta que me derrotó la vida, y envuelto en las tinieblas me reintegre a los bancos de mi iglesia, ayuno de alguna luz que pudiera iluminar mi caos. Escuché de nuevo los cánticos al creador, y mi espíritu se estremeció y lloré. Hoy solo sé que con Jesucristo un misterio fue cumplido, pero que con Nietzsche todo queda pendiente.
Suscribirse a:
Enviar comentarios
(
Atom
)
0 comentarios:
Publicar un comentario