Fue David Lean un cineasta que durante la pasada centuria gozó de fervientes incondicionales. Su cine fue de los pocos que alcanzaron la dimensión épica, afrontada con una solvencia acaso no manifiesta desde el cine mudo con Griffith y Eisenstein, aunque su forma de abordar tal género difirió de la de los grandes maestros. Su fuerte fue la épica novelada, las más de las veces con reminiscencias románticas.
Derivación que no sabemos si se debió a una convicción personal o respondió a una mera concesión al espectador. Sin embargo, su gran etapa épica se inició con un film en donde el asunto amoroso se reducía a una simple anécdota. Me refiero al Puente sobre el río Kwait donde, como en el posterior Lawrence de Arabia, tanto el tema como el argumento se ajustan a preocupaciones definidamente masculinas.
Con el Kwait Lean escaló la cima de Holywood, y se le abrieron las puertas a sus posteriores superproducciones. Entre las cuales, no creo que quepa ninguna duda, fue Lawrence de Arabia su obra maestra. En ella encontró la perfecta simbiosis de todas las facetas que componían el film. Historia, guión, interpretación, música, fotografía, decorados, dirección, se aunaron en una propuesta artística que alcanzó la aureola legendaria que en la actualidad pervive. Cine épico con todo rigor y espectacularidad. La figura de Lawrence, ese inglés amante del desierto, admirador de Dougthy, emulador de Gordon de Cartum, alcanzó una celebridad que acaso el torbellino de la historia había ensombrecido. Nunca se había ahondado en la doblez de un personaje desde Ciudadano Kane. El Lawrence que nos expone es ese personaje constreñido por todas las contradicciones del ser humano,
peculiar al tiempo que vulgar.
Pero no quisiéramos dejar de insistir en el carácter épico del cine de Lean, puesto que sus siguientes producciones, pese a la preeminencia de la temática amorosa, también lo poseen. En Dr. Zhivago, La hija de Ryan y Pasaje a la India nos enfrentamos a universos absorbentes, donde a través de ese patrón épico se desarrolla la historia, que dará ocasión al motivo amoroso o al tono de comedia, pero siempre se sostendrá atendiendo a ese elemento genérico inherente al destino del hombre. Pocas son las películas que tras contemplarlas calan en nuestro interior. Entre éstas, habría que contar por supuesto con las del director británico. Recuerdo haber sufrido pesadillas durante el sueño, abrumado por la tensión pasional de la Hija de Ryan. A la vez que Lawrence nos sumerge en toda la alucinación de la Arabia desierta, espejismos incluidos. Con sus películas reconocemos haber participado de una experiencia real. Su visionado ha constituido un hito en nuestras vidas, como el de aquella novela que removió el arroyo indiferente de nuestra alma o ese viaje que amplió los horizontes de nuestro mundo.
Lean nos da cuenta de que la vida, pese a ese sustrato trágico siempre amenazante, es una experiencia única que debe vivirse, mientras el hombre no pierda en esencia su capacidad poética y la dinámica creadora del entusiasmo. Aun en la más dolorosa adversidad, mientras subsista el fuego de la pasión, reverdecerá la vida aun en el erial más desolado. No muere la esperanza ni aun en la escéptica Pasaje a la India, donde el arrepentimiento de Adele recordará que el corazón del doctor Aziz no ha marchitado del todo.
Mas el trayecto de Lean hasta llegar a estos grandes films no fue nada espureo. Se consolidó con magistrales ejemplos incluidos en la crónica del séptimo arte. Quizá fue uno de los mejores intérpretes de Dickens para el cine. Sus versiones de Oliver Twist y Grandes Esperanzas no creo que hallan sido superadas, pues ni incluso Polansky resiste la comparación. Lean frecuentó los más diversos géneros, en algunos de los cuales acertó. Incluso se permitió el lujo de filmar Venecia y para ello ideó la anodina comedia Summertime, donde dio carta blanca a Katharine Hepburn y aproximó una evocación algo tópica de la ciudad de los canales.
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