Todavía no he discernido si Deckard es un replicante. La cuestión merece ser reflexionada largamente. En una visión primeriza de la película no se duda de la humanidad del Blade runner. A su favor juegan las objeciones de su conciencia, su vulnerabilidad ante los "trabajitos" de Bryant y su riqueza emocional, que se derrumba al reconocer la desmesura a la que se enfrenta. Yo apostaría que la deducción sobre la artificiosidad de Deckard se concibió a posteriori, durante el montaje del film. Las claves sobre su inhumanidad se explican a través del inserto donde el blade runner sueña con el galope de un unicornio, que bien puede ser un añadido que justifique la figurilla de papiroflexia depositada por Gaff, el policía encarnado por Edward James Olmos, en el departamento de Deckard, cuando este decide emprender la fuga con Rachel, aportando otra vuelta de tuerca al film. Un detalle más natural que quizá delate la posibilidad de que Deckard sea un humanoide lo constituye el apego a las fotos familiares que despliega profusamente sobre la consola del piano, buscando en ellas la realidad convencida de un pasado. Pero este detalle acaso solo explique cierta paranoia de policía obsesionado por el carácter de aquellos a quienes persigue y aniquila, quedando como un lastre de incertidumbre en su conciencia. O quizá en ello busque el blade runner esa genuina excelencia biológica que justifique su nefando trabajo de exterminio. Sin la humanidad de Deckard carece de valor su altruismo al escapar con Rachel, demostrando esa capacidad compasiva que solo puede anidar en el hombre verdadero.
Pero algo más me ocupaba en la tarde aparte de estas meditaciones futuristas, pues me tocaba gozar de la libertad del sábado. Durante la semana, me he enfrascado en la pesquisa de facilitarme alguna obra de Sinclair Lewis. Poco sabía de este escritor americano, salvo de que en su novela Elmer Gantry se basó el guión del Fuego y la Palabra. Trato de adquirir la novela por internet pero encuentro que está agotada. Es curioso que cuando uno busca algo interesante on line siempre lo encuentre agotado. Pude conseguir Cárceles de mujeres por unos gastos de envío que superaban con creces el valor del libro. En la librería Raíces he consultado por obras de este autor, pero no me han podido proporcionar ninguna. Algo debe tener Sinclair Lewis, cuando Hermann Hesse lo homenajeó en el personaje de Emil Sinclair, de su novela Demian. Finalmente, salgo de la librería Raíces con un ejemplar de la Carta de una desconocida, de Zweig, bajo el brazo. El librero, con suma cortesía, me hace una rebaja pues el dichoso librito, segunda edición de editorial juventud, tenía un precio exorbitante. Unas calles más abajo, entro en otra librería de ocasión. Venden dos libros por cinco euros. Depende del libro de que se trate, puede resultar aquello toda una inversión.
Busco obras de Juan Manuel de Prada, que no hallo en los estantes. Abunda el libro basura; solo de forma extraordinaria puede encontrarse algo suculento. No pensaba comprar nada. Ojeo un ejemplar de Onetti: La muerte y la niña/ La novia robada. Leo unas lineas. Me abruma el peso existencial de las palabras. Recuerdo otras lecturas de Onetti. Su universo me fascinaba aunque me dejaba desolado. Hoy preciso de estímulos más positivos, y enfrascarme en el infierno de Juntacadáveres o la Vida breve es algo que ha dejado de tentarme. Me basta con deprimirme con lo mío exactamente. Digo que no iba a comprar, pero en el anaquel de al lado descubro un libro viejo y raro: una novela desconocida de Baltasar Porcel. Nunca he leído a Porcel, aunque lo vi muchas veces entrevistado en televisión. Solo sé de él que jugó un papel inquietante en los últimos años de Josep Plá. La novela se titula Las manzanas de oro. La reseña de contraportada abunda en una retórica tan intrincada que es difícil encontrarla, averiguando tras acabar de leerla que no sabes de que va el libro, aunque se bifurca en un fondo esotérico que es el Grial. Cuando se quiere estimular el ánimo desmayado del lector, siempre se recurre al revulsivo de una panacea como el Grial, bien lo saben los de Planeta. Finalmente, adquiero los libros, el de Porcel y el de Onetti y acabo la tarde en el restaurante chino, donde siempre sirven alguna proteína insustancial acompañada de cuantiosa guarnición. Puedo dar las gracias porque puedo comer lechuga con exquisita fruición; lo de la ternera, los calamares y el pato, ya es otra cosa. La verdad es que uno llega a hastiarse hasta de la comida china, e incluso empiezo a encontrar desbravado el chupito. Los ejemplares de Las máscaras del héroe de De Prada se han agotado en el Corte inglés. Acaso sea cierto su vaticinio agorero sobre el pulso literario en el mercado del libro.
Pero algo más me ocupaba en la tarde aparte de estas meditaciones futuristas, pues me tocaba gozar de la libertad del sábado. Durante la semana, me he enfrascado en la pesquisa de facilitarme alguna obra de Sinclair Lewis. Poco sabía de este escritor americano, salvo de que en su novela Elmer Gantry se basó el guión del Fuego y la Palabra. Trato de adquirir la novela por internet pero encuentro que está agotada. Es curioso que cuando uno busca algo interesante on line siempre lo encuentre agotado. Pude conseguir Cárceles de mujeres por unos gastos de envío que superaban con creces el valor del libro. En la librería Raíces he consultado por obras de este autor, pero no me han podido proporcionar ninguna. Algo debe tener Sinclair Lewis, cuando Hermann Hesse lo homenajeó en el personaje de Emil Sinclair, de su novela Demian. Finalmente, salgo de la librería Raíces con un ejemplar de la Carta de una desconocida, de Zweig, bajo el brazo. El librero, con suma cortesía, me hace una rebaja pues el dichoso librito, segunda edición de editorial juventud, tenía un precio exorbitante. Unas calles más abajo, entro en otra librería de ocasión. Venden dos libros por cinco euros. Depende del libro de que se trate, puede resultar aquello toda una inversión.
Busco obras de Juan Manuel de Prada, que no hallo en los estantes. Abunda el libro basura; solo de forma extraordinaria puede encontrarse algo suculento. No pensaba comprar nada. Ojeo un ejemplar de Onetti: La muerte y la niña/ La novia robada. Leo unas lineas. Me abruma el peso existencial de las palabras. Recuerdo otras lecturas de Onetti. Su universo me fascinaba aunque me dejaba desolado. Hoy preciso de estímulos más positivos, y enfrascarme en el infierno de Juntacadáveres o la Vida breve es algo que ha dejado de tentarme. Me basta con deprimirme con lo mío exactamente. Digo que no iba a comprar, pero en el anaquel de al lado descubro un libro viejo y raro: una novela desconocida de Baltasar Porcel. Nunca he leído a Porcel, aunque lo vi muchas veces entrevistado en televisión. Solo sé de él que jugó un papel inquietante en los últimos años de Josep Plá. La novela se titula Las manzanas de oro. La reseña de contraportada abunda en una retórica tan intrincada que es difícil encontrarla, averiguando tras acabar de leerla que no sabes de que va el libro, aunque se bifurca en un fondo esotérico que es el Grial. Cuando se quiere estimular el ánimo desmayado del lector, siempre se recurre al revulsivo de una panacea como el Grial, bien lo saben los de Planeta. Finalmente, adquiero los libros, el de Porcel y el de Onetti y acabo la tarde en el restaurante chino, donde siempre sirven alguna proteína insustancial acompañada de cuantiosa guarnición. Puedo dar las gracias porque puedo comer lechuga con exquisita fruición; lo de la ternera, los calamares y el pato, ya es otra cosa. La verdad es que uno llega a hastiarse hasta de la comida china, e incluso empiezo a encontrar desbravado el chupito. Los ejemplares de Las máscaras del héroe de De Prada se han agotado en el Corte inglés. Acaso sea cierto su vaticinio agorero sobre el pulso literario en el mercado del libro.