Como algunos domingos, entro en unos almacenes del libro. A las puertas, me recibe una foto al natural de Kent Follet, recordándome que aun la prosa se somete a las exigencias de mercado. Ya dentro, ante mis ojos se levanta un monolito erigido con el ladrillo celuloso de la última novela del escritor británico, apilado como a propósito para despertar la piedad consumista del ciudadano. Porque ya sabemos que ciertas literaturas se han entregado en manos del primordial dios de las sociedades capitalistas: el consumo. Poco más allá, otra foto, esta vez de Almudena Grandes, promocionando su último trabajo, nos incomoda como una presencia indiscreta. Conforme nos acercamos a ella, sus ojos no paran de observarnos, hasta escarbar en nuestra última incertidumbre. De joven, Almudena nos quiso poner cachondos con eso de Las edades de Lulú; hoy parece esmerarse en requerir nuestra sumisión a lo políticamente correcto. No soy lector asiduo de novela erótica; presumo que el terreno erótico es más sensorial que intelectivo; el matiz de la palabra sólo lo lubrica el morbo imaginativo; es como comer el bocadillo sin embutido. Vargas Llosa lo alimentó en el Elogio de la madrastra. He de admitir que la última lectura que acrecentó mi celo rijoso fue Confesiones del estafador Felix Krull, de Thomas Mann. Casi al final de la novela se concita un episodio de elevada lubricidad. No comment.
En el almacén hay que andar con siete ojos para no tropezar con algún best-seller apilado y provocar un cataclismo monumental. Recorriendo el pasillo, me adentro hasta las secciones que recaban mayor interés: la historia, la filosofía, la novela, y entre ésta, la clásica. Mi formación se debe a la misma, en la cual siempre resta alguna novedad que ha sorteado nuestras décadas de lector. Siempre queda algún Dickens, algún Balzac, algún James, algo del dilatado ciclo de Proust, que requiera nuestra atención. Pero la verdad es que había entrado a los almacenes sólo a fisgonear, ya que en la mañana adquirí en el rastrillo dominical del ayuntamiento una selección de obras de Ganivet, editada por Aguilar, junto a un ensayo erudito de D´Ors por veinte euros, y mi celo coleccionista no alcanza la desmesura de un Luis Alberto de Cuenca. Hay quien se distrae en el Fútbol, en los prostíbulos o el bingo, yo lo hago mirando libros. Semejante trajín distrae mi mente, y relaja o dispara mi imaginación. Y un setenta por ciento de nuestra vida es eso. En los anaqueles no he encontrado títulos inesperados que despertaran mis apetitos; solo alguno que ya poseo en mi biblioteca, en una edición distinta. Realmente, en especial sólo me han tentado unos cedés de la sección de clásicos, la Ifigenia en Táuride de Gluk, en una edición económica de la Scala, dirigida por Muti. Me intriga la música escogida por el compositor para reverdecer la vieja tragedia, que en su origen ya contó con partitura propia. Finalmente, renuncio a comprar los discos. Regreso al departamento de librería y me pierdo en los estantes superfluos de novela negra, fantástica, terrorífica y romántica. Un cocktel formidable. En el estante dedicado a lo fantástico y la ciencia ficción, destaca la novela de Philip.K. Dick, ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? Ya la adquirí en la feria del libro de ocasión por cuatro chavos. Todavía no la he leído, pero he visto Blade Runner numerosas veces. Seguí por youTube el coloquio sobre la película en Qué grande es el cine. Y afirmaría que a día de hoy una de la preocupaciones que me contrarían es dirimir si Deckard es o no un "replicante". Me conforta creer que no lo es, pero...¿y si lo fuera? Colmaría nuestras divagaciones de desesperado pesimismo.
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