De la opera Bomarzo, de Ginastera
Se ha estrenado en el teatro Real de Madrid la ópera de Ginastera, basada en la novela homónima de Manuel Mujica Lainez, Bomarzo. Durante tiempo seguí la pista a esta composición, que parecía ignorada en el mundo de la fonografía, hasta que por fin encontré una versión grabada por la Opera de Washington, bajo la dirección de Julius Rudel, para el sello Sony, a un precio moderado. Ignoro si es la mejor versión que se ha difundido de la opera, pero en cualquier caso su expresión contemporánea contrasta bastante con el talante manierista que exhala la novela de Mujica. Llevar Bomarzo al teatro representa una osadía, pues en el traslado es seguro que se desprenda la pátina de excelencia que aureola la novela. La brillantez estilística, aunque el libreto corresponde al propio Mujica, corre el riesgo de desaparecer, mientras el abigarrado fresco renacentista que describe se esquematiza en la funcionalidad del escenario, poblado de histéricos histriones que engolan alaridos de sentimentalidad dudosa. Bomarzo ha llegado tarde a la opera, pese el entusiasmo que demostró Ginastera hacia la novela, porque la suntuosidad de Mujica hubiera exigido el vehemente romanticismo de un Verdi o la versatilidad de un Ofenbach o de cualquier otro compositor de temperamento apasionado. La envergadura de Bomarzo realmente exige la magnificencia de la opera: hubiera significado el mejor libreto para su gran siglo. Pero al no poder ser, conviene regresar a la enjundia de sus páginas originales, a esa redacción prodigiosa que nos traslada a ese mundo pasado de evocadora embriaguez. Páginas que nos hicieron amar la literatura y nos condujeron hasta ese algo más sin retorno que se vislumbra a través del arte.
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