De nuevo esta tarde de sábado he trashumado por los templos alicantinos de los libros. Yo los llamo templos, otros los llamarían antros. Los llamo templos porque para mí los libros suponen ya casi una religión. No sabría vivir sin ellos. Leer para mí es una función más de mi organismo, que lleva aparejada la tarea de escribir. Es necesario leer para que el flujo literario fluya. Los escritores rojos no creen en la inspiración; idólatras de las peroratas marxistas sobre el trabajo, todo lo cifran en el esfuerzo del obrero. Considerar la inspiración como derivada del trabajo me parece una apreciación inexacta. Aseguro que no pocos de mis poemas me han venido espontáneamente a los labios, como resultado de una corriente misteriosa que brota desde lo más profundo. Viene a ser como el soplo del Espíritu, cuyo viento no se sabe de dónde sopla y adónde va.
Sobre mi mesa de trabajo se apilan los libros, pues tengo la costumbre de leer varios a la vez.
Estoy dando cuenta de un estudio sobre Egipto, firmado por un tal Kurt Lange. La literatura sobre el país del Nilo me apasiona. Reconozco haber llegado tarde a esta materia, pues me rezagué absorbido y fascinado por el mundo clásico. Egipto fue ganando puntos desde que empecé a mostrar interés por la arqueología. El correo me ha traído El viaje sentimental a Egipto, de Terençi Moix, o del Nilo como el mismo se califica. Seguí una serie de programas que hizo para televisión sobre Egipto. Su fervor por el país de las dos tierras casi lo redime de otras facetas suyas menos agradecidas. Reconozco que su estilo, que pretende ser epatante, recargando el aguafuerte erótico, me coarta un tanto su lectura. En su obra No digas que fue un sueño, el descarrío dionisíaco de Marco Antonio llega a cansar. Terençi, echa un poco el freno, pues lo reiterado en lo lúbrico no tiene medida.
Como compra de última hora he adquirido el Don Juan, de Moliere, editado por austral básicos. Este Don Juan fue el que inspiró a Da Ponte y Mozart su Don Giovanni. Y el Burlador de Tirso fue el que fascinó a Moliere. Los franceses siempre andan tras de lo hispano. Moliere y Don Juan, Corneille y su Cid , Merimé y Carmen, Hugo y Ernani, Stendhal y el Farnesio para la Cartuja de Parma. Y es que Beyle veneraba nuestro talante, nuestro sentido del honor del que tanto bebe su Julián Sorel.
Releo Cumbres borrascosas. Su deriva romántica siempre me fascinó. La figura morbosa de Heathcliff y sus amores morbosos hacia la difunta Catalina, pese a su desmesura demodé, me siguen encandilando como lector. Las Brontë tienen un no sé qué que las vuelve afectuosas para el adicto.
Cuando uno quiere encontrar en la novela una atmósfera cálida y acogedora, de saloncito burgués con brasero, tendrá que remitirse a ellas. Como lector me siento cómodo entre las faldas; su punto de vista levanta bambollas que pasa por alto todo escritor varón. El Bloomsbury de Virginia Wolf siempre resulta gratificante; con ella la mujer rompió la barrera discipular para convertirse en magister. Libros, libros...la vida estaría vacía sin ellos o cuando menos más indigna de ser vivida, y en esto siento disentir de Nietzsche, quien renegaba de toda viciosa erudición libresca. Trapiello dice que el libro es palabra muerta. En este sentido cifró el filosofo alemán la letra impresa, ese roer incansable de la filológica ratería de biblioteca que conforma a la especie del erudito, en conflicto radical con la vida, con toda palabra viva.
Soy Francisco Juliá, y el deseo de este blog
es llegar al mayor número de lectores, compartir una hermandad a la que nos invita lo íntimo de la conciencia.
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